No sin extrañeza, empiezan a aparecer voces provenientes de las dependencias oficiales angustiadas porque, a consecuencia de la implementación del decreto 1290 y los sistemas institucionales de evaluación consecuentes, muy seguramente se incrementará el porcentaje de repitencia que, arbitrariamente, había sido fijado en un máximo de 5% por el decreto 230 de 2002.
Esta preocupación, resulta evidente, nace del hecho de que a toda costa se ha procurado mantener a las y los estudiantes en las aulas, preocupados más por brindar cobertura y asegurar tiempos mínimos de permanencia dentro del sistema educativo, antes que verdaderas inquietudes por la calidad y la pertinencia de la educación, en especial en las instituciones públicas.
Para quienes están relacionados con el mundo educativo desde escritorios relativamente lejanos de las aulas, puede que esto sea una sorpresa. Sin embargo, para quienes adelantamos nuestro trabajo en las aulas o acompañamos la tarea didáctica de nuestros y nuestras docentes, el asunto puede resultar veleidoso, en la medida en que nos consta y con sobradas evidencias, que la promoción decretada no necesariamente se correspondía con el desarrollo de habilidades y de aprendizajes en las y los escolares.
Partamos de reconocer que no todo en el decreto 230 resulta perverso. Con este decreto, se instalaron aspectos formativos que resultan propicios a un modelo de evaluación consciente, continuo e integral, además de la articulación curricular, el reconocimiento del plan de estudios, la estructuración del calendario escolar, la vinculación de criterios pedagógicos a la promoción y el acompañamiento de las debilidades de las y los estudiantes se destacan; incluso la insistencia en el desarrollo de logros de competencias como propósito estructurante del proceso de enseñanza y aprendizaje.
Con todo, fueron más los gritos y los reclamos contra el decreto, al generar un proceso de avance sin mérito, nacido de poner un freno ridículo a la repitencia, sin ningún argumento diferente al de garantizar un mínimo de promoción, independientemente de las condiciones objetivas que recomendaran o no tal actuación.
Hoy, las consecuencias de tal arbitrariedad saltan a la vista: La nueva Ministra de Educación, María Fernanda Campo, ha salido a los medios alarmada porque, como FECODE lo ha manifestado en anteriores ocasiones, el 70% de las y los estudiantes de 5º, 7º y 9º en el país no alcanza desempeños mínimos en pruebas Saber.
En igual sentido, diferentes informativos y periódicos se encuentran alertas, preocupados por los reportes parciales según los cuales la repitencia en el país se incrementaría considerablemente en el presente año.
Quienes cuestionamos los lánguidos resultados de los ocho años de la eufemística revolución educativa uribista, advertimos igualmente durante ese tiempo el grave problema de dejar al margen las preocupaciones por la calidad educativa. Por ello, asumimos la tarea de entender que el decreto 1290, con todas sus limitaciones, nos da herramientas para empezar a entender que el problema de la baja calidad no está en el porcentaje de estudiantes promovidos sino en las condiciones en las que puede o no ser promovido un estudiante, al dar cuenta de dominios, maduración del pensamiento y, no hay que tenerle miedo, desarrollo de competencias en una lectura crítica de las mismas, que va más allá de un simple chequeo de habilidades laborales.
En igual sentido, el Ministerio y la Secretarías de Educación deberán entender, definitivamente, que no pueden exigirle a los rectores y docentes que se comprometan con producir altos niveles de calidad sin adelantar inversiones generosas en cualificación docente, reposición radical de infraestructuras obsoletas y antipedagógicas, inversiones sostenidas en la cualificación de las condiciones de enseñabilidad y aprendibilidad, que desbordan las actuaciones heroicas de maestros y estudiantes y que requieren enfrentar las violencias circundantes, los impactos del desplazamiento, la pobreza, la desnutrición y el desempleo de los cuidadores, padres y madres, fundamentalmente.
Finalmente, habrá que esperar, y no por mucho tiempo, que una mejor comprensión de la autonomía escolar lleve a las instituciones a regularse y fortalecer sus criterios en materia de promoción y repitencia, más a consecuencia del compromiso con sus propios indicadores de excelencia que con la implementación, de nuevo por decreto y a rajatabla, de estériles porcentajes que promueven la incapacidad mental, antes que el desarrollo de la inteligencia y la maduración del aprendizaje.
Basta advertir como las y los estudiantes se muestran mucho más solícitos hoy ante los requerimientos didácticos de sus maestras y maestros para entender que la promoción por decreto, la práctica del menor esfuerzo y la lotería de la repitencia empiezan a abandonar, afortunadamente, las aulas y los cerebros de nuestros estudiantes; aunque aun falte mucho camino por recorrer para dejar atrás, definitivamente, las prácticas del menor esfuerzo que han hecho carrera en el funesto sistema evaluativo escolar colombiano.
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