sábado, 23 de abril de 2011

Las consignas

Hemos construido el sueño
del mundo, la creación,
con dichos; sea tu empeño
rehacer la construcción

Miguel de Unamuno

Construidas en medio de la agitación o redactadas en la serenidad de la noche; finamente elaboradas por creativos pensadores o articuladas con trozos doctrinales, las consignas evidencian el contenido manifiesto de la protesta y acompañan la movilización como un celoso guardián de ideales y aspiraciones.
 
Una historia de la represión podría llevarnos a pensar que las consignas nacieron en la ideación de viejos mecanismos de control de la opinión pública:¡Crucifícale, crucifícale!, gritaban en Jerusalén, aupados por los dueños del templo, los mismos que tiempo atrás llenaron las calles para saludar al rey de los judíos. En épocas más recientes, el militarismo al frente del gobierno, instalaba el sometimiento y la censura periodística “bajo las consignas del Poder Público”, las cuales constituían “órdenes dictadas todos los días a los periódicos sobre los aspectos más variados de su labor. O bien se referían a cuestiones de fondo (temas y argumentos de los que no se podía informar o de los que había que informar obligatoriamente), o bien a aspectos de presentación de las noticias (…), o bien a detalles de la actividad misma de los periódicos” (Sinova 2006, 191).

Sin embargo, rastrear su historicidad nos remontaría al primer grito, al primer acto de levantamiento en contra de un poder instituido arbitrariamente o cuestionado por quienes padecen su ineficacia. En un lenguaje necesariamente bipolar, la capacidad de la derecha para producir órdenes y dictados en los más diversos regímenes políticos promotores de la uniformidad mental e ideológica resulta contestada por la izquierda, acudiendo a figuras literarias cercanas al imaginario popular, sustituyendo las órdenes por ideas y reconvirtiendo los mandatos en iniciativas de acción; las cuales, sin embargo, permanecen alerta ante el bizarro equívoco de creer que una idea es un verso y que una palabra es el mundo.

Quienes se instalan hoy en el poder y recogen sus designios en lemas empresariales, en planes de operación agresiva y en indicadores de mercado con los que, también al frente del Estado, miden su capacidad de acción en términos rentabilísticos, oyen sin escuchar las consignas en la voz desgastada pero infatigable de estudiantes, maestros, trabajadores, mujeres, afrodescendientes, indígenas, ciudadanos convertidos en usuarios de la salud, madres que aun reclaman a sus hijos….  Situados, como requieren, en cumbres muy por encima de la voz y del reclamo popular, se abrogan la autoridad para acusarles, como al poeta Silva, de sacrificar el mundo por pulir un verso; inconscientes frente a la evidencia de que la poética de la consigna importa menos que su eficacia en el propósito de transmitir en versos la agitación que espera transformar, no sólo el propio mundo, sino el que los profetas de la prosperidad neoliberal han construido contando con el padecimiento, la conformidad y la ingenuidad de la multitud.

En su carácter contestatario, las consignas expresan la erosión de las ideas en manos del efecticismo económico imperante, que desgasta la política y promueve la inacción y el refugio en los meandros interiores. Llenas de optimsmo, se convierten en instrumentos articuladores del reto movilizatorio en un momento en el que muchos prefieren quedarse a la expectativa, observando desde la barrera: “¡Compañero mirón, únete al montón!”,  se grita para convocar la solidaridad de los que, absortos, contemplan una marcha sin arriesgarse a acompañarla.

Remozadas con imaginación y creatividad, las palmas, el canto y el cuerpo avanzan unidos en coreografías que, a medida que se grita en la calle, alterando la pesadez y la cotidianidad acostumbrada del pequeño pueblo y de la urbe gigantesca, proponen tanto como reclaman la desusada toma de conciencia frente a los acontecimientos y las situaciones, insistiendo en que  “hay que ver las cosas que pasan; hay que ver las vueltas que dan, con un pueblo que camina para delante y un gobierno que camina para atrás”.
Junto a estas, con la vitalidad de ser proclamadas en nuevas voces y nuevas condiciones, las viejas consignas obreras y estudiantiles aparecen entre quienes no se saben la marsellesa ni la internacional; promoviendo igualmente la unidad en los desunidos; reivindicando antiguos derechos estratégicamente mercantilizados hoy; protestando la inveterada arbitrariedad de los uniformados al servicio de fuerzas que no cuestionan; reclamando la comunión con lo público, precarizado y recortado por la amenaza de terrorismo y el aliento a la privatización; agitando en la calle ideas y expresiones solidarias, en un mundo en el que el consumo y el individualismo se han instalado como medida de todas las cosas.

Para los profetas de la prosperidad neoliberal, que insisten en desgastar la causa democrática, habrá que inventar nuevas consignas que reclamen un mundo para los que padecen su ineficacia; esa para la que el país puede ir mal mientas la economía vaya bien. Esa para la que no hay empleo pero las cifras indican lo contrario. Esa para la que el mínimo incremento del salario genera máximos de ganancia. Esa para la que la universidad pública puede ser privatizada descaradamente. Esa para la que poner en riesgo la salud de los colombianos sigue siendo un buen negocio. Esa que construyó puentes donde no había ríos y movió los ríos para que irrigaran sus tierras. Esa de los pocos, para la que está bien lo que para los muchos está mal.

Cercano ya un nuevo primero de mayo, sumemos nuestra voz y nuestro cuerpo a la lucha por un mundo que no sea un gran taller ni una gran empresa. Aunque ese paisaje todavía no existe, atrevámonos a derribar, uno a uno, los muros del mundo esclavo y recojamos piedras para crear un mundo todavía posible. Por lo pronto, me sostengo en afirmar que la larga marcha de las ideas no está clausurada y que el mundo no es uno ni está dado; para lo cual recurriré de nuevo a Unamuno recordando, pese al espacio que han ganado estos profetas, que “venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y, para persuadir, necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.
¡Que viva el mundo, si aun puede ser nuestro!

Arleison Arcos Rivas
Medellín, 2011

sábado, 16 de abril de 2011

Etnia o raza: más que piel

“Hay que demostrar que ya no nos quedamos callados; que ese tiempo ya pasó”.
Silvano Caicedo. Conferencia, 2010

 “Ya no hay negros, no: hoy todos somos ciudadanos”.
Poema satírico brasilero, de 1888

Tanto en el entorno organizativo como en el ámbito académico, mutuamente animados por las discusiones con relación a la identidad y la pertenencia étnica afrodescendiente toma cuerpo un debate que no por conceptual deja de tener relevancia, enfrentando la caracterización de las manifestaciones cambiantes y las que permanecen del racismo a partir de una concepción étnica o una racial.

domingo, 10 de abril de 2011

La nueva era de la dominación

A partir de la presente semana, todas mis nota están en cuestionp.blogspot.com
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" Todo pueblo que suelte fácilmente lo que ha tomado y se retire tranquilamente a sus antiguos límites, proclama que los felices tiempos de su historia han pasado". 
Alexis de Tocqueville 

La nueva era de la dominación se traza ahora en África Norte, en donde el peso de la diferencia se evapora con el calor de los misiles que, en nombre de Naciones Unidas, resitúan la comprensión del colonialismo en el mundo que se profesa global. La contención bélica de regímenes islámicos, hasta hace algunos días considerados moderados, polarizaría el panorama mundial haciendo evidentes a los ortodoxos en connivencia con el modelo de capitales favorable a los países tras los bombardeos como a los ortodoxos irredentos convertidos en un blanco fácil a consecuencia de su prédica antioccidental, su vinculación mediática como los terroristas tras la masacre de septiembre y su prédica religiosa radical. Del otro lado, la vieja liga de las naciones y su prédica de unidad; para la que países como Colombia resultan exóticamente útiles, a fin de no hacer tan indeseable sus pretensiones de realinear de nuevo al mundo. 

Tocqueville, promotor del colonialismo y defensor de la democracia, identificaba dos maneras de someter a un país: dominar a sus habitantes y gobernarlos directa o indirectamente; tal como hiciera Bush en Irak, sustituyendo engañosamente el régimen de Hussein e impostando las maneras de la democracia petrolizada. La otra estrategia implica la ocupación y el reemplazo de los antiguos habitantes por sus conquistadores, proceso de penetración imperial que hoy ya no sería visto con buenos ojos, además de convertirse en un factor de inestabilidad de difícil configuración. Sin embargo, la conjunción de tales estrategias dibuja una tercera alternativa de dominación hoy en práctica: adueñarse o someter las fuerzas productivas de un país mediante la dominación del territorio por medio de la colonización de su economía. La diferencia con cualquier otra estrategia implementada en los siglos imperiales precedentes es que esta vez tal colonización no proviene de fuera, al menos aparente e inicialmente, sino que acude a la intención de sacar partido de la revuelta popular con la que se estimula la participación en dicho proyecto de las oligarquías existentes al interior de las naciones conquistadas; para que sean estas las que enarbolen las banderas del extranjero, sutilmente revestidas de arabismo y contracolonalidad y apoyadas por un organismo multilateral que por su inveterada ineficacia no produce mayores sospechas, cierre magistral de la estrategia. 

Si se duda de ello, tomar en consideración el que los países del ala musulmana no han erosionado el peso que tienen las enemistades rancias ni las notorias diferencias en las posiciones sociales, políticas y económicas entre sus pueblos y naciones, llevaría a preguntarle a los países que promueven hoy esta guerra de dominación territorial colonizando la economía sin eliminar a la oligarquía nacional: ¿Quién es la resistencia? ¿Quiénes son los rebeldes? Más aún; ¿Cómo es que tal resistencia se encuentra aliada a extranjeros infieles sobre el que pesan el odio arraigado y la sospecha arcaica? 

Ninguna protesta; ninguna batalla se confecciona en lo que dura un sueño; por lo mismo, habría que observar la paciencia y la sagacidad con la que los países de la alianza económica occidental han esperado para diseñar las condiciones de su intervención hasta que el calor de los acontecimientos desplazó el odio al extranjero infiel hacia el propio gobernante despiadado; a lo cual vino bien que tales gobernantes no hubiesen promovido ni afianzado las formas de la democracia durante las décadas en las que lideraban a sus naciones con la aquiescencia de quienes hoy les bombardean, en nombre de la democracia y la unidad de las naciones. 

De hecho, esto es lo primero que resulta sorprendente en el actual proceso político en el Norte de África: los regímenes hoy cuestionados estuvieron cubiertos durante décadas por el manto de la aprobación popular y la negociación armoniosa con los países hegemónicos de occidente; los mismos que hoy abanderan la causa por la transición democrática. Sin despejar las consideraciones por si los conflictos a los que se acude para instigar la contienda se solaparon bajo el peso del aparato militar de regímenes sostenidos en un modelo político gestado cuando el mundo era bipolar y pendía del debate bélico entre el rojo socialismo y la blanca democracia; la actual crisis presentada como árabe y anticolonial evidencia la urgencia por terminar de derribar tales bastiones beligerantes que fueron instalados en aquellos tiempos de guerra fría y comercio multinacional de armas no convencionales. 

No parece convincente que la causa del ataque aliado en apoyo a la denominada resistencia popular sea consecuencia del acoso o el terror que generan líderes extremistas, capaces de articular ejércitos, hordas fanáticas y guerreros suicidas, ni que el objetivo de las fuerzas de la occidentalización y la democratización del mundo consista en promover la unidad de las naciones. Esta fórmula resulta desgastada por George Bush y los líderes mundiales que inscribieron a sus países en una estrategia de ocupación bajo el sello de la lucha antiterrorista. Si ese fuera el fundamento de la actual cruzada de occidentalización, naciones con regímenes autocráticos y teocéntricos, tan o más opresivos como los que hoy son denunciados, temblarían ante el temor de ver sus torres explotando por bombardeos de sus amigos. No obstante, lo cual hace más claro el asunto, continúan extrayendo crudo y exportando de sus yacimientos sin mayores cuestionamientos a la opulencia de sus emires y sultanes frente al oprobio de sus ciudadanos, tal como en Arabia Saudita. 

La nueva era de la dominación, producto de un rediseño político del mundo, conserva su sesgo imperial inscrito en los valores de occidente, al tiempo que insiste en perseguir la aspiración de someter todas las fuerzas sociales bajo el dictamen del capital, para lo cual las oligarquías nacionales al frente de la economía globalizada y los votos reconfigurados de antiguos países no alineados resultan significativamente útiles a la reconfiguración del orbe. 

Odres nuevos para el vino viejo.

sábado, 2 de abril de 2011

El jaleo del oprimido

¿A dónde quieren llevar al negro? 
miren que el negro se está cansando 
que todo el mundo le va jalando 
como si fuera él un maniquí 
Ñico Saquito

Para mucha gente la escuela; básica, media o superior, debería entenderse como un receptáculo de las políticas hegemónicas instaladas como válidas por una élite ilustrada que, como clase, impone con relativo éxito su particular mentalidad respecto del Estado y sus funciones a las diferentes fuerzas sociales. En ese modelo, la escuela se convierte en un ejercicio de dictado magnificado por el impacto que tiene la escolaridad puesta al servicio de la empresa y de las faenas laboriosas en el modelo de economía en el que las fuerzas productivas cumplen la misión de dar valor al capital y operan en torno a su entronización. 


Para quienes así opinan, la escuela debe resultar no sólo útil, sino además lucrativa. 

Por lo contrario, para quienes perseveran (perseveramos) en una actitud que entiende la educación y la escuela como campos de combate entre procesos hegemónicos y alternativas emancipatorias; la escuela es un bien inútil, no es una mercancía, y la educación es un derecho antes que un servicio, cuyo valor no está relacionado con la capitalización del mundo sino con su necesaria humanización. 

Para quienes así pensamos, el reclamo por lo público en el escenario escolar controvierte abierta y decididamente la actuación tecnocrática de quienes calculadamente convierten cada acto educativo en un eslabón más hacia una sociedad en la que a los muchos la ocupación y no el trabajo, la precarización y no el bienestar, la desregulación y no la seguridad social, la utilidad y no la felicidad se les convierten en una herencia que rebaja sus posibilidades sociales a la sola formación para el empleo; mientras tal diseño inteligente asigna igualmente valores de clase a una concepción paralela de la escuela, privada y de elite, para la que educarse es, también, acumular capital. 

Para situar su concepción de la escuela y de la educación, las actuales autoridades públicas, interpretes de los dictados de élite, afianzan y fortalecen el pensamiento único y la racionalidad instrumental a partir de las cuales el diálogo y la negociación se instalan como los únicos instrumentos válidos para escuchar a la contra parte. Escuchar no es sinónimo de concertar, acordar o convenir; y por ello el diálogo suele convertirse en un procedimiento sordo en el que la voz del otro, de quien reclama, protesta y se moviliza frente a las fuerzas sistémicas, es desoída y no suele ser respetada, a consecuencia de la desproporción de quien se sitúa en el pedestal de la victoria o, lo que es igual, en el puesto de mando convertido en una cómoda torre de control. 

En esas circunstancias, la protesta se convierte en una alternativa disponible para quienes, juiciosamente, han insistido en construir canales comunicativos parsimoniosos y discursivos; para quienes han asistido a los espacios diseñados para el entendimiento, sin que sus argumentos logren transformar las prácticas y convenciones de su oponente. Si la protesta debe o no estar acompañada de acciones belicosas obedece más a las consideraciones respecto de los medios considerados determinantes para la acción sin que ello atente contra la acción misma de lucha y protesta. Por ello se puede estar de acuerdo con la movilización sin que se termine por aceptar que las salidas disponibles pueden ser igualmente pendencieras. Sin embargo, con mayor certidumbre, podría pensarse que el que las autoridades públicas cuenten a su disposición con (y activen como lo hacen) efectivos policiales, sistemas de inteligencia y ordenadores de represión, evidencia que la posibilidad de tales manifestaciones ha sido calculada y anticipada; constituyendo ello mismo un acto oficial de incitación. 

Hoy, nuevamente, la universidad pública está de jaleo, resultando previsible que en las próximas semanas aumente el volumen de sus manifestaciones. Hoy, nuevamente, se acusa de infiltrados de grupos armados a quienes, bajo una capucha, ocultan su rostro para quien tiene el poder de eliminarlos o desaparecerlos. Hoy, nuevamente, se acusa de terroristas y criminales a quienes protestan por la disminución real del presupuesto y de los recursos para el cumplimiento de sus funciones, por el carácter funcional de la inversión privada, por el incremento de los sistemas panópticos, vigilancia y control, por las nuevas mediciones de tarifas y costeo de las matrículas, por la grave lesión a la autonomía universitaria… 

En la educación básica y media, también se espera jaleo en los próximos días, al presentar el pliego de peticiones del magisterio colombiano, en defensa de la educación pública y en rechazo de la privatización, la plantelización y la precarización de la profesión docente. ¿Será, entonces, se acusará igualmente de terrorista a los maestros? Los trabajadores afiliados a la CUT han expresado solidaridad y apoyo a los maestros. ¿Entonces también serán tildados de infiltrados? Estudiantes, padres, madres y ciudadanos solidarios se vincularán seguramente a estas marchas y movilizaciones. ¿Serán tildados de delincuentes entonces? 

La recurrencia al jaleo del oprimido evidencia que no basta la existencia de canales comunicativos si no sirven para producir acuerdos o si el único acuerdo posible es el que conviene al más fuerte. La escuela que construimos, básica, media y superior, habrá de sospechar que la historia escrita, dictada y servida por el cazador se traza, invariablemente, con la sangre de su presa.

domingo, 27 de marzo de 2011

Ciudadanía lectoescritora: un asunto de interés nacional


Si del primer siglo de humanidad uno de nuestros antepasados volviera a nacer, difícilmente podría conectarse con nosotros, a menos que aprendiera rápidamente a leer y escribir. La oralidad socorrida en su época, se encontraría en la nuestra matizada igualmente por estas dos habilidades estimuladas por la invención de la imprenta y la popularización del libro, articuladas a la institucionalización de la escuela y de las formas discursivas propias de la cultura escrita.

Los propósitos de la escuela han cambiado en la sociedad que se disputa el conocimiento como poder y sus acciones y resultados no se reducen a contemplar las posibilidades formativas de un maestro y las aspiraciones de humanización de un alumno, enfrentados a la apropiación de su propio mundo. Esa escuela  resulta cuestionada y problematizada hoy por un conjunto abigarrado de expectativas societales asociadas a procesos de medición y estandarización. Bajo el escrutinio implacable de lo que pasa en el aula,  la aplicación e interpretación de indicadores en pruebas externas, se ha convertido en la manera habitual de leer las preocupaciones educativas gubernamentales; muchas veces sin esforzarse en transformar realmente las condiciones reales en las que cada escuela del país responde a las políticas locales, regionales, nacionales e internacionales, con procesos de inversión, infraestructura, dotación y recursos bastante diferentes entre sí.

El pasado 24 y 25 de marzo, un nutrido grupo de padres, madres, docentes, directivos, funcionarios de secretarías de educación, especialistas y asesores del Ministerio de Educación fuimos convocados para validar la propuesta ministerial, auspiciada por CERLALC-Unesco, del Plan Nacional de Lectura y Escritura, que aspira a fomentar el desarrollo de competencias comunicativas en los escolares de 6900 establecimientos de educación inicial, preescolar, básica y media, mediante el mejoramiento de los niveles de lectura y escritura en la familia y en la escuela.

Para ello, el plan propone dotar en 4 años a dichos establecimientos con materiales de lectura y escritura convencionales e informáticos, incorporar la biblioteca al fortalecimiento de la gestión escolar y apoyar la formación de mediadores de lectura y escritura, implementando además estrategias de divulgación, comunicación y movilización y la inclusión de herramientas de seguimiento y evaluación en su operación.

Las reflexiones en dicho encuentro evidenciaron la tensión manifiesta entre la implementación de una plataforma de acción flexible o la impostura de un manual rígido e institucionalizado para orientar la lectura y la escritura en preescolares y academizados;  con lo cual se hace evidente que, más allá de las aspiraciones gubernamentales por afectar con cierto impacto un determinado haz de problemas sociales; un plan de lectura y escritura debería estimular la reflexión crítica y la concertación de acciones en el  propósito de armonizar diferentes voces de la nación interesadas en el mismo asunto: familias, maestros, directivos, organizaciones sindicales, funcionarios públicos, universidades, asociaciones y gremios, deberían convocarse y utilizar sus recursos para  gestar una plataforma de acción responsable y creíble de la escuela colombiana y de sus procesos, especialmente en el sector público; en la que emular las ejecutorias exitosas de experiencias internacionales no signifique calco ni importación sino aprehender el contexto colombiano para reorientar la acción estatal y las acciones multisectoriales en torno a la gestación de procesos de amplio impacto en una generación de escolares.

La deuda que paga la escuela no es tanto con el pasado de la humanidad o con el presente de la industria editorial sino con el futuro de una vida humana exitosa. En tal sentido, acierta el plan al plantearse una escuela que produzca mejores ciudadanos que lean y escriban de manera exitosa al crecer en ambientes lectoescritores en los que se franquee el acceso a libros y materiales lectores. Ello debería llevar a cuestionar las razones por las que se afirma que en el país no se lee: La masiva participación en concursos y festivales escolares de poesía, cuento y literatura, así como la profusa distribución de libros e impresiones “piratas” o ilegales, evidencia lo contrario y ratifica, de paso, que "leer libera" y que la disponibilidad de libros y materiales de lectura públicos, gratuitos o a bajo costo debería constituir uno de los pilares fundamentales de la política nacional lectoescritora.

De hecho, el que se piense en realizar el lanzamiento del plan en un evento que, pese a su difusión no deja de ser elitista como la feria del libro en Bogotá, pone en riesgo su reconocimiento por las y los colombianos que no compran libros en eventos de ese tipo; entre otras porque no tienen los recursos para ello. Desde el lanzamiento habría que aportarle, como sugirieron los asistentes al evento en Bogotá, a una campaña masiva que acuda a la radio, a internet, a la prensa regional y nacional y a los medios televisivos para que los materiales que se diseñen no se conviertan en piezas de una lánguida campaña sino en potentes instrumentos de transformación de la cotidianidad en todas las instituciones educativas del país y no sólo en los establecimientos inicialmente focalizados.

Con alegría, luego de participar en este encuentro, abrigo larga vida a la escuela, palpitante en sus gestores; a la espera de que este nuevo plan la fortalezca y de vigor a los procesos lectoescritores por los que se la responsabiliza.

sábado, 19 de marzo de 2011

La memoria de los bastardos

"(…) sueño con país y con un mundo en el que las diferencias raciales carezcan de importancia. Ojalá uno no fuera definido por su pertenencia a un grupo, a una nación o a un pueblo, sino que cada ser humano fuera considerado por lo que es en sí mismo. Las culpas caducan y no conviene vivir siempre rumiando la memoria del oprobio. (...) La identidad no es colectiva. Cada uno es lo que es".


Hector Abad Faciolince (El puñal y la herida)


Escribir una columna de un importante periódico capitalino puede conllevar, seguramente, encontrarse ante un momento desafortunado, estéril y falto de mesura; tal como le sucedió el pasado domingo a Hector Abad Faciolince en su columna para El Espectador. En circunstancias como esas, puede equipararse, sin más, a un ‘nazi’ con un ‘negro’; convirtiendo por tal ligereza a una víctima de la esclavización en un enemigo de la humanidad. ¿Qué tiene que ver la ideología extremista aria, reclamada aun y practicada de manera airada por algunos exacerbados de la derecha, con las prácticas institucionales de protección, salvaguarda y restitución de derechos entendidas como acciones afirmativas a favor de los afrodescendientes? ¿A quién se le ocurriría combinar tales asuntos y cometer tal exabrupto? 

No quiero atacar al señor Faciolince, algunos de cuyos libros han sido motivo de mi deleite y de mi generosidad. Sin embargo, debo notar que resulta bastante desdeñosa su actitud apologética del olvido que hemos sido y en abierto despotrique, en varias columnas ya, hacia quienes comprometen su vida con la defensa de los derechos del grupo étnico afrodescendiente en Colombia; en un claro descuido del mesoismo, esa práctica de mesura y equilibrio a la que invitaba su padre; el médico e igualmente defensor de derechos humanos funestamente asesinado, Hector Abad Gómez. La actitud burlona y despectiva con la que Abad Faciolince se dedica a estos asuntos contradice el trabajo de quienes, con seriedad y bastante mesura de por medio, articulan en la academia, en la prensa, en la literatura, en la cátedra, en ejercicios investigativos, en prácticas organizativas y en procesos de educación y movilización; acciones de esclarecimiento e indagación en torno a la historicidad de la presencia étnica de quienes, por su ancestro marcadamente africano, alcanzan protagonismo casi exclusivamente en las cifras y estadísticas de la ignominia y en las tasas con las que se mide el prejuicio, la injusticia, la pobreza, la marginalidad y la exclusión. 

Para cualquier persona medianamente consciente; y el señor Faciolince lo es en mayor grado, resulta obvio que las practicas de purismo y racialización, sexismo y xenofobia sobre las que se perpetúa social, cultural e institucionalmente ese producto capitalista que es el racismo deben ser combatidas sea quien sea el que resulte víctima de las mismas; mucho más cuando se remiten a estereotipos pigmentados que convierten al ‘blanco’, ‘negro’ o ‘indio’ en el objeto de injusticia, burla, caricaturización, amenaza o minusvaloración. 

Resulta igualmente consistente la afirmación de que las acciones para producir y distribuir bienestar por parte de los organismos estatales deben extenderse a todas y todos los nacionales, en realización del derecho de igualdad, cuya consideración obliga a los estados a no establecer distinciones en la gestión que adelantan respecto de las necesidades de sus ciudadanos. Pero las acciones afirmativas no se dirigen a sostener tal banalización ni a producir desproporciones en tales repartos: Lo que se afirma es que la acción institucional y de la sociedad debe generar las condiciones reales para que la igualdad sea un derecho en aquellos a quienes se ha tratado de manera desigual por razones económicas, sociales y culturales, con evidencias históricas y estructurales manifiestas en dicho trato injusto, desproporcionado y caprichoso. La racionalidad de la racialización, la discriminación y el racismo es lo que se pretende enfrentar, contener y eliminar en la gestación de condiciones para la inclusión de públicos específicos, sujetos de acciones afirmativas; algo que el señor Abad Faciolince aparentemente desconoce. 

Señor Abad Faciolince: ¿Cómo desconocer el hecho palmario de que, no uno o una, sino millones de colombianas y colombianos no son pobres, faltos de educación, desempleados o subempleados; por falta de recursos sino por las marcas del proceso económico de esclavización inscritas artificiosamente en su cuerpo? 

Coincido con usted en que enfrentar tal vestigio de modernidad debería llevar al país a pactar un nuevo arreglo democrático en el que bienestar para todos signifique todas y todos, efectivamente; pero esto no se logra convirtiendo la identidad étnica en una baraja política en la que, según usted, ganan más quienes obtengan “certificados de negro”. 

Muchos creemos que resulta preciso denunciar y enfrentar la democracia racial; esa práctica engañosa, extendida y sostenida por largas décadas republicanas, con la que se afirma la inexistencia de tensiones y conflictos racializados, armonizando las diferencias sin reconocerlas; simplemente invisibilizandolas y negándoles peso en las relaciones sociales y productivas entre seres humanos, bajo el argumento de que todos somos iguales. 

Muchos afirmamos, igualmente, que debemos desintalar el racismo sin raza por el que se sostiene un igualdad abastracta y vácua que, al tiempo que declara la común igualdad; territorializa la pobreza; se reserva el derecho de admisión; desconoce a ciertos sujetos en la asignación de cargos y funciones de liderazgo; rechaza a determinados candidatos o candidatas con méritos para aspirar válidamente a una posición, plaza o cupo; bloquea aspiraciones laborales para determinados individuos; asume que individuos con características físicas o procedencias específicas resultan indeseables; aplica criterios segregados para la asignación de un contrato, el arrendamiento de un inmueble o la atención en un local comercial; supone que determinados individuos sólo pueden realizar funciones o tareas dependientes y precarizadas que no requieren mayor procesamiento intelectual; priva a ciertos individuos de desempeñarse en determinados servicios que requieren visibilidad, trato, negociación y relacionamiento corporativo; justiprecia como bello marcas y modelos estéticos exclusivos y universalizados, por sólo mencionar algunos de los instrumentos con los que se sostiene un sistema de privilegios que deja de nombrar la “raza” como factor relacional pero sostiene al racismo como una ideología funcional y activa que desnivela y desajusta cualquier reclamo formal de igualdad en la constelación de las ciudadanías.

Por ello, frente a la mistificación del consenso igualitario (para el que incluso el mestizaje resultaría prueba de la simetría racial de América Latina), inexistente obviamente; cabe insistir en develar las rutas de la diferencia y el reconocimiento sobre las que se cultiva la convivencia intercultural. Quienes abogamos por el reconocimiento étnico y la ciudadanía diferenciada no pretendemos reclamar bastardías ni alzar puñales contra los herederos de nuestras heridas. Aun conscientes del peso de las deudas sociales e históricas a favor del pueblo afrodescendiente, nuestra ruta insiste en que todo proceso de reconciliación histórica debe restituirle derechos a quienes no han podido ni encontrado condiciones para valerse de los mismos a la hora de hacer su vida y reclamarse, rotundamente, como seres humanos. 


El señor Abad Faciolince bien sabe que el racismo existe y, si bien insiste en que “las culpas caducan y no conviene vivir siempre rumiando la memoria del oprobio” y que crea que "son muy pocos los colombianos que tienen clara cuál es la raíz étnica de sus antepasados"; debería preguntarle a aquellas personas que no disfrutan de escuelas cercanas, ni de una carretera si quiera decente; a quienes no obtienen un empleo, no pueden ingresar a una discoteca cualquiera, o a un club, o a una empresa específica ¿qué culpa tienen ellas y ellos de portar un determinado color de piel? ¿Por qué su individualidad resulta negada al universalizarles como “negros” si es que, como insiste usted, “la identidad no es colectiva”? 


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Por cierto, permítame un comentario mordaz. En esa sociedad aria extremista, usted señor Abad Faciolince, pese a su apellido de origen 'noble' y yo, pese a ser ‘educado’ portaríamos, indefectiblemente, una estrella de David en el pecho, simple y llanamente porque alguien insiste en ver lo que usted quiere olvidar.

sábado, 12 de marzo de 2011

¿Qué significa evaluar? Una perspectiva emancipatoria


Frente a quienes, aun en el naciente siglo XXI, persisten en afirmar que los asuntos sociales o humanos pueden ser sopesados y valorados con categorías y procedimientos taxativos, tasables, generalizables y sujetos a causalidad, resulta pertinente advertir que el carácter monista o autónomo de la acción humana contradice tal postura. En este sentido; la evaluación, tradicionalmente entendida en el espacio escolar como la aplicación de instrumentos de recolección de datos que provean información objetiva sobre el aprendizaje, consistirá menos en describir que en valorar las acciones sujetas al escrutinio del evaluador, cuyo punto de vista le hace, en todos los casos, un actor parcial y, por lo mismo, un sujeto moral que interviene decididamente en dicho proceso. Para ahondar en estas consideraciones, revisaré el carácter moral y el contenido político del ejercicio profesional de evaluar aprendizajes en la escuela, adelantando el que mi postura al respecto coincide con un reclamo crítico del interés cognoscitivo emancipatorio reeditado por Jürgen Habermas.

El peso moral de los juicios de valor

Alfred Richard Louch, en ‘explanation and human action’, libro de este filósofo analítico estadounidense infortunadamente aun no traducido al español[1], hace referencia al asunto que aquí se expone, al plantear la comprensión de los conceptos de deseo, gusto y preferencia, opuestos en las tradiciones positivista  y emotivista. Para Louch, lo importante del conocimiento en los seres humanos es que se produce pensando en razones (Louch 1969, 111). Para sostener este argumento, Louch nos lleva a una disyunción: “Consideremos dos alternativas: o bien la ética es en sí misma una ciencia, en cuyo caso los acontecimientos (humanos) pueden ser sometidos a leyes, o las acciones morales son el objeto de otro tipo de investigación científica. Evidentemente no es lo primero; más allá de que se difiera en aspectos no fundamentales, por lo que debe ser lo último" (Louch 1969, 62)[2]
.
Seguidamente, advierte el carácter moral en el que aparecen nuestros juicios respecto de lo correcto o lo incorrecto: “La apelación a principios, objetivos y  consecuencias de nuestras acciones son patrones de razonamiento moral comunes, pero también son las fuentes del desacuerdo moral” (Louch 1969, 63)[3]; con lo cual se pone en evidencia que no existe una taxonomía moral que de cuenta de la corrección o la incorrección de una acción humana, dejándola no al arbitrio del observador más sí a sus propias comprensiones morales sobre ambos asuntos, lo cual resulta en todo caso, discutible; toda vez que los juicios morales no resultan objetivos sino marcados por la subjetividad de quien los emite.

¿Cómo superar este desiderátum a la hora de evaluar?

De entrada, resulta necesario advertir que el ejercicio evaluativo se extiende a las manifestaciones humanas actuacionales y, en ningún caso, logra internalizarse hasta el siquismo o las motivaciones que justifican para el individuo sus acciones, respuestas y expresiones. Considero que tal capacidad le está negada al sujeto que valora en el otro exclusivamente lo que aparece ante sí. Dicho de otro modo, no pueden suponerse las razones de una actuación si las mismas no se han hecho manifiestas. Ello es particularmente importante a la hora de evaluar a los sujetos bajo modelos de competencia, en los que los indicadores de desempeño se convierten en la posibilidad de acuerdo cognitivo entre el evaluador (que por lo mismo no es un observador) y el evaluado (que deja de ser por ello un objeto observado).

El carácter moral del ejercicio evaluativo nos lleva a inaplicar todo criterio cuyo carácter aparezca como determinista, excesivamente legal e instrumentalizado; así como aquellas manifestaciones impulsivas o creativas, en la medida en que no obedecen a fórmula o regla alguna que implique acuerdo o adecuación intersubjetiva. Por lo mismo, dado que no resulta posible preveer qué tipo de acción resultará posible entre individuos artificiosamente vinculados a un grupo (en este caso  un grupo escolar o una clase) y si las mismas resultarán homogéneas y modelables, a lo sumo deberemos enfocarnos en esperar la realización de acciones en torno a criterios que respondan a expectativas posibles en un haz de alternativas, cuyo cerramiento o valoración surge a consecuencia de ‘condiciones antecedentes(Louch 1969, 63) que nos permiten aspirar a que los sujetos evaluados (por sí mismos, por interacción y cooperación con sus pares o con la mediación del docente, solidario en este proceso) encuentren la manera de salir airosos en el ejercicio de aprender y valerse del conocimiento humano disponible (Cullen 2001, 196).

Enfrentando la cuantificación positivista

Si, como escriben Cullen y Pratt, los estudiantes “no necesitan un crítico sino un acompañante”, debería resultar claro que no hay dos mundos en conjunción entre la observación técnica y la narración evaluativa sino al contrario una notoria diferencia entre la indagación del mundo natural cuyo conocimiento nace de la observación y la evaluación de la acción humana que resulta posible a partir de apelaciones morales manifiestas y expresadas en razones.

Para Louch, “De acuerdo con una ortodoxia prevaleciente, la observación es una cosa y la evaluación otra muy distinta. En consecuencia, la actividad de la evaluación no nos da ninguna información nueva acerca del mundo. Contra esta concepción sostendré que la observación, la descripción y la explicación de la acción humana sólo son posibles mediante categorías morales[4].
En esta comprensión, si se acepta que “la observación nunca es neutral” y, por lo mismo “siempre contiene expectativas, anticipaciones y conjeturas sobre los sucesos externos” (Harto de Vera 2005, 83), entonces resulta que la evaluación, cuyas conclusiones se dirigen a los procesos observados en los sujetos bajo escrutinio, resulta igualmente marcada por la no neutralidad tanto de quien observa como del observado; cuyas propias motivaciones, conjeturas, anticipaciones y expectativas suelen quedar al margen del proceso evaluativo.

¿Cómo y con qué categorías nos enteramos de las motivaciones de la acción humana ocultas tras sus evidencias manifiestas? ¿Resulta posible al observador interpretar tales motivaciones internas a partir de los actos del sujeto evaluado o consiste su trabajo exclusivamente en interpretar tales actos y deducir de ellos tales motivaciones; o, peor aún, evitarlas?

Si se revisa la práctica positivista (con abundantes referencias en el ámbito educativo en la medida en que sustentó buena parte de las prácticas escolares de contenido cientificista, el rigor del dato, obtenido con independencia del contexto social), no resultaría posible tal acercamiento consciente, en la medida en que al evaluador le importaría solamente recoger las evidencias que permitan dar cuenta, ‘objetivamente’, de las experiencias en las que se reproduce la racionalidad del aprendizaje; eliminando “todo y cualquier aspecto político y humano en la interpretación de los fenómenos (Franchi Capelleti 2004, 91).

Tal concepción, intentará entonces medir el nivel en el que se suceden los hallazgos de aprendizaje, entendido este como un fenómeno instruccional repetible, estandarizado, acumulativo y cuantificable, cuya evaluación se apoya en datos generalmente registrados  numéricamente en planillas uniformes en las que no aparece descripción alguna de los procesos o referencias situacionales que diferencien tales procesos entre sujetos de un mismo grupo o de grupos diferentes entre sí[5].

Si se aceptara la idea de que la realidad social es reductible a datos disponibles para su verificación, el contenido de la evaluación sería entonces el sentido manifiesto de lo consignado en pruebas específicas, destinadas a producir certidumbre respecto del estado en el que se encuentra el logro o progreso del aprendizaje, externalizado por el individuo evaluado y validado por el observador, quien, bajo supuestos de imparcialidad, los data y verifica. Una lectura tan recortada del proceso evaluativo implicaría asignar un carácter instrumental al conocimiento humano; cuya intencionalidad reproductiva definiría no solo las motivaciones del docente sino igualmente la inacción del escolar, ambos prisioneros de una concepción escolar y evaluativa operada para controlar y manipular técnicamente el conocimiento.

A consecuencia de este paradigma evaluativo, se instala una concepción objetiva del conocimiento, basado en la experiencia, de validez universal y extensión intemporal, defendiendo la regularidad, la uniformidad y el orden tanto en el ejercicio explicativo docente como en los actos reproductivos dicentes en el aula. El modelo positivista valora entonces una dimensión técnica del proceso de enseñanza y aprendizaje en el que el papel del evaluador consistirá en recabar información mediante tareas que permitan comprobar el logro de objetivos de aprendizaje, convirtiendo así la evaluación en una “radiografía conceptual y procedimental(Bernad Mainar 2000, 67) de un proceso instruccional predictivo.

Una revisión crítica

Desde otra orilla, asumir una postura crítica sobre el acto evaluativo lleva a incorporar en las prácticas de docentes  y estudiantes sus motivaciones; las manifiestas y las solapadas u ocultas bajo las aguas de la instrucción, en las que se dibuja el contenido político de la acción educativa y el carácter social y emancipatorio de la producción del conocimiento y su reconstrucción en piezas didácticas. Por el hecho de que los sujetos humanos están influenciados por sus intereses y motivaciones, la evaluación escolar adquiere un carácter intersubjetivo y relacional en el que los contextos, las experiencias, los problemas de la vida cotidiana se incorporan y accionan a la hora de emitir juicios de valor no sólo sobre el ejercicio instruccional o los desarrollos conceptuales, sino además sobre las condiciones en las que tales conceptos pueden ser operados por los sujetos evaluados y las dinámicas de relacionamiento en las que se configuran tales nociones y procedimientos.

El carácter político de la acción evaluativa lleva a advertir tanto las dinámicas de poder sobre las que se articula la postura tradicionalmente dogmática del adulto evaluador convertido en instrumento que socializa saberes y protocolariza los rumbos de la acción en el contexto escolar; para proponer un nuevo modelo relacional en el que la circulación del saber antes que su reproducción constituye el fundamento de los actos de aula, al tiempo que reconfigura los roles de sus protagonistas. Una acción evaluativa centrada en la circulación antes que en la acumulación de saberes apunta a desdibujar las prácticas verticalistas instaladas bajo el modelo positivista y cientificista de enseñanza – aprendizaje, que incluso lleva a suponer y expresar que en la escuela no se construye ni se reconfigura el saber humano sino tan sólo se lo reproduce y se lo convierte en fracciones disciplinares susceptibles de ser enseñadas; esto es, transcritas y repetidas mediante actos instruccionales; tal como en ámbitos societales mayores a la escuela (e igualmente influyentes sobre ella) se configuran los discursos dogmáticos, autoritarios, disciplinares y doctrinarios.

Ante la evidencia del carácter social del conocimiento humano y la construcción simbólica y política a la que se incorpora la acción evaluativa, resulta consistente la pretensión de alejar tal ejercicio del reduccionismo factual, de la dictadura del dato recolectado, verificado y calificado al que poco importan “los procesos personales subyacentes y generadores de todos los éxitos y todos los fracasos escolares que se quieran imaginar (Fernández Pérez 2005, 244); para enfocar los resultados del ejercicio evaluativo, de la enseñanza y del aprendizaje, hacia la reconstrucción del proceso autónomo del conocer. Una postura educativa de valor moral y político como esta se  desvincula de una simple concepción del saber escolar y de la labor profesional de evaluar sujeta a tecnologías del control y del rigorismo técnico.

Evaluar: un proceso emancipatorio.

Evaluar, como toda actuación profesional, es una acción humana. Su propósito por tanto, continúa siendo la satisfacción de metas o fines sociales que animen las acciones y decisiones prácticas  con las que una vida humana se configura y articula y para lo que aspira a realizar-se. En tal sentido, el carácter autónomo y problematizador del proceso político de educar en la escuela nos lleva a atender con mayor rigor el que la evaluación, antes que la dirección doctrinal del estudio y la instrucción que lleva a leer, escribir, operar ordenadores, usar reglas, microscopios o balones, probar fórmulas y procedimientos o manejar hábilmente nociones, conceptos y teorías, consiste en transformar lo que los seres humanos son, entienden de sí mismos y esperan de sí y de los demás. La evaluación educativa, lejos de cualquier carácter repetitivo y reproductivo explora pontencialidades y promueve talentos. Independientemente del número de escolares en un aula de clase[6], las técnicas y estrategias didácticas a las que acuda el evaluador deberán empeñarse en significar un ámbito educativo escolar promotor del desarrollo autónomo y la iniciativa personal e intersubjetiva en el que el diálogo y la comunicación prosperen; incluso en modelos en los que los propósitos educativos institucionalizados o estandarizados impliquen evaluar el desarrollo de capacidades, habilidades o competencias (Blanco, Ascensión (coord.) 2009, 14).

Romper con los esquemas penitenciarios[7] con relación al aprendizaje y la evaluación educativa requiere entonces enfrentar y desmentir prácticas históricas que en la escuela trivializan las acciones humanas, articulan rutinas de aprendizaje asépticas, penalizan el error, satanizan la equivocación y privilegian predilecciones; imponiendo criterios de verdad, suficiencia y corrección afirmados por verificadores que imponen, incluso sin mayor crítica o  cuestionamiento a su acción, moldes y patrones pretendidamente genéricos, nacidos más de la instalación de los propios juicios, condicionamientos y prejuicios que de alguna acción legitimadora del conocimiento y su importancia en la concepción de una vida humana; de vidas humanas (J. Habermas 1985).

Esta concepción emancipatoria de la acción evaluativa y del papel del conocimiento y del aprendizaje humano debería coincidir con prácticas directivas y docentes igualmente emancipadas y emancipatorias en la escuela que, más allá de la existencia de formatos, protocolos, procedimientos y técnicas oficializadas[8]; sitúen la capacidad profesional docente en las rutas del apoyo, asesoramiento, acompañamiento y la fundamentación de las prácticas del conocer por sí mismo, por la mediación intersubjetiva y por el contacto con los asuntos prácticos y la reflexión trascendente en la vida humana. Para este ejercicio, dichas técnicas y procedimientos resultan útiles si se las considera bajo el lente de la subjetividad que permite la rica oxigenación del ensayo y de la diferencia.

Bajo este argumento, vigilar y controlar no son los fundamentos de la acción evaluativa sino, por lo contrario, habilitar el espacio del aula escolar para la realización de una acción comunicativa en la que los sujetos participantes en ese ejercicio actuacional encuentran realizadas las condiciones del principio comunicativo humano: el entendimiento y la maduración de la propia situación. Por esa ruta, la producción de normas sociales, tal como en la escuela y sus prácticas se escenifican igualmente, pasa necesariamente por un ejercicio de interacción abierto a la concertación y a la acogida de la diferencia. Aplicado al trabajo docente y al relacionamiento intersubjetivo con las y los alumnos, la evaluación resulta enriquecida por el mutuo entendimiento y la construcción de ámbitos relacionales en los que, aun la obligación y la sanción, resultan comprendidas en dicho marco comunicacional que precisa del acuerdo entre voluntades y heteronomías y del entendimiento mutuo; no a consecuencia de la arbitrariedad y la imposición instrumental del cargo de docente o de directivo.

Por esta ruta, evaluar no es simplemente verificar hallazgos sino también posibilitar descubrimientos y autodescubrimientos que hagan conscientes, en un modelo relacional, la propia vida, la pertenencia humana diversa e intercultural y las complejidades del entramado social en el que las acciones humanas no se reducen al trabajo tecnificado e impuesto. En este sentido, el interés técnico, práctico y emancipatorio de los que habla Habermas respecto del conocimiento humano pueden coexistir a fuerza de no eliminarse mutuamente ni invisibilizarse, realimentando las tareas del aprender y complejizando la comprensión del enseñar (Fernández 2001, 395). Tal condición vinculada a la actuación evaluativa, implica advertir que el conocimiento técnico conceptual y procedimental no constituyen la dimensión única e invariable del conocimiento humano y que, frente al mismo, el carácter práctico y comunicacional, así como el emancipatorio del conocer se orienta a promover la actividad humana consciente, rica en sentidos y plural en sus expresiones; capaz de sustituir el aprendizaje instruccional obediente por su contrapartida actuacional autónoma.

Trabajos citados

Bernad Mainar, Juan Antonio. Modelo cognitivo de evaluación educativa: escala de estrategias de aprendizaje contextualizado. Narcea editores, 2000.
Blanco, Ascensión (coord.). Desarrollo y evaluación de competencias en Educación Superior. Narcea Ediciones, 2009.
Cullen, Brian. y Pratt Teresa. «Medir e informar sobre el progreso de cada alumno.» En Aulas inclusivas: un nuevo modo de enfocar y vivir el currículo, de William Stainback (coord.), 195 -220. Narcea editores, 2001.
Fernández Pérez, Miguel. Evaluación y cambio educativo: análisis cualitativo del fracaso escolar. Ediciones Morata, 2005.
Fernández, Miguel. Las tareas de la profesión de enseñar; práctica de la racionalidad curricular. Didáctica aplicable. Siglo XXI, 2001.
Franchi Capelleti, Isabel. Evaluación educativa: fundamentos y prácticas. Siglo XXI, 2004.
Habermas, Jürgen. Conocimiento e interés. Taurus, 1985.
Harto de Vera, Fernando. Ciencia Política y Teoría Política contemporánea: una relación problemática. Trotta, 2005.
Louch, Alfred R. Explanation and Human Action. University of California Press, 1969. (Revisado y traducido parcialmente para este trabajo).




[1] Indagando sobre las relaciones problemáticas entre técnica y práctica del aprendizaje disciplinar en Ciencia Política revisé el libro de Fernando Harto de Vega, Ciencia Política y Teoría Política Contemporánea: Una relación problemática. Trotta, 2005, del cual se citan aquí algunos apartes. Las páginas que se referencian, me resultaron fundamentales para reordenar algunas lecturas en torno al asunto de la evaluación de los aprendizajes, propósito significativamente diferente al de Harto de Vega, como se verá. En particular abuso de dicho texto al acercarme al trabajo de Alfred Richard Louch y de J. Habermas no traducidos al castellano. Explanation and human action (University of California Press, 1969), se encuentra disponible en vista previa en Google books.
[2] “Only two alternatives are allowed: either ethics is itself a science, in which case events can be brought under laws, or moral actions are the objects of some another scientific investigation. It is clearly not the first, otherwise we should at least not differ over fundamentals; so it must be the latter”
[3] “The appeal to principles, goals and the consequences of action are all familiar patterns of moral reasoning, but they are also the sources of moral disagreement”
[4] Observation, according to a prevailing orthodoxy, is one thing, appraisal quite another. Consequently, the activity of appraisal or evaluation gives us no new information about the world. I shall maintain against this view that observation, description and explanation of human action is only possible by means of moral categories.
[5] En las instituciones educativas de educación básica y media, así como en las universidades suele promoverse el uso de las planillas de notas o de calificaciones en las que se registra el seguimiento numérico a las actividades evaluativa de las y los estudiantes de un curso o grupo. Estas planillas aparecen como listas de chequeo de las diferentes actividades evaluativas adelantadas, de las cuales son registradas las valoraciones numéricas que realizan los docentes. Dichas planillas sirven para registrar las notas o calificaciones finales obtenidas en un periodo o un semestre escolar.
[6] Resultan evidentes las dificultades que un alto número de alumnos por grupo representan, afectando de modo singular la capacidad profesional del docente para dedicar tiempos, recursos y procedimientos al acompañamiento significativo de las diferencias particulares en los ritmos y procesos de aprendizaje. Sin embargo, considero que el asunto del número puede ser enfrentado utilizando didácticas hoy disponibles que promueven la cooperación y diversifican el trabajo de aula mediante técnicas y estrategias de indagación y exploración; las cuales, sin embargo, también enfrentan el problema singular de la precariedad de recursos y materiales de apoyo disponibles en el aula tradicional y en contextos sociales empobrecidos.
[7] Por esquemas penitenciarios entiendo, influenciado aquí por claves de pensamiento que remiten a Nietzsche, Foucault, Habermas y Wallerstein especialmente, un sistema regulatorio rígido e inflexible en el que los individuos no interactúan ni participan de procesos dialógicos sino que obedecen a patrones de comportamiento y pautas de realización de actividades preconcebidas, dogmáticas y doctrinarias, caracterizadas por la regularidad y el orden antes que por la probabilidad y la incertidumbre. La escuela reconstruye tal esquema cuando dirigir, enseñar y aprender se convierten en trabajos en los que se privilegia el cumplimiento y la observancia formal de tareas antes que la realización de la vida humana y sus manifestaciones festivas.
[8]Cuya existencia provisoriamente aceptamos, a fuerza de no caer en estructuras caóticas, prácticas solipsistas y actuaciones personalistas y arbitrarias. Emancipación y libertarismo son asuntos diferentes, creo; por ello frente a voces sindicales que en Colombia reniegan de la “educación formato”, reconozco, a partir de mi servicio como directivo docente, que cierto ejercicio de racionalidad en la organización del trabajo administrativo asociado a la profesión docente no debería minimizar el carácter emancipador de la actividad profesional ni su propósito en el aula.

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