Vivimos en tiempos de desencanto en los que, algunos y algunas, soñamos con mares de serpientes que nos engullen y no mueren. Infortunadamente, otros se han convertido en domesticadores de serpientes, las azuzan, les enseñan y las ponen en nuestros sueños convirtiéndolos en pesadillas. En el sopor de los días que pasan, se dibuja su placidez socarrona invitando a vivir de manera intransitiva, sin peso, sin mayores cavilaciones, convertidos en gestores de un mundo hecho a la medida; moldeado para que sea así como es.
Estos paladines del presente eterno son muy buenos vendedores. La gente corriente, de edades disimiles y diversas procedencias, ha aprendido a comprarles, a precio de rebaja y rutinariamente, sus paquetes sin contenido, trenzados con el lazo del olvido, la erosión del porvenir y la memorización lacónica del pasado, el cual se endosa a los contradictores como advertencia gravitatoria del futuro incierto que prometen.
Para estos nuevos adalides del bienestar generalizado y la comodidad de los tiempos que vivimos, las cifras pueden ser escabrosas, pero siempre evidencian que hemos mejorado: desempleo, pobreza, desplazamiento, son problemas cada vez menos incidentes en el malestar popular, según dicen cada mes por cada medio que les crea.
En estas condiciones, aparecen expresiones trilladas que, de tanto repetirlas, se vuelven consistentemente convincentes para el común de las personas. Veamos las que considero má frecuentes, rutinarias y lamentables:
1. Nada puede cambiar
Como si fuera un mantra místico, los Gurú del tiempo occidental se han vuelto expertos en trastocar los mundos culturales para instalar en occidente, tan lejano a esos asuntos, la sensación de que el cambio es aparente. Lejos de atisbar el abismo del porvenir, se importa afanosamente la idea (occidente son sólo ideas, debemos recordarlo) de que la nada nos circunda; incluso pagando a muy buen precio a adelantados orientales que esclarezcan el camino de la iluminación hacia el nirvana mágico de la quietud, en el que ni dolor, ni afanes, ni lamentaciones resultan posibles.
Un cisne místico nadando en aguas turbulentas se convierte en su mejor imagen, pues sea cual sea la tribulación externa debemos aspirar a la paz interior, a la quietud reverente frente al destino y a la bienaventuranza de los mansos, cuya recompensa será una vida sin problemas que les atormenten.
2. Confiemos en la capacidad de nuestros liderazgos
Como si el destino de la humanidad estuviera trazado por una mente providencial o un sabio inteligente y contemplativo, la promesa de que el poder establecido, político y económico, sabe lo que hace y tiene la mejor fórmula para contener las fuerzas invisibles del presente y sus efectos impronosticables, se sitúa la idea de que la gente común es absolutamente ignorante y ello constituye el mejor aprendizaje de la historia. Por lo contrario, los que aprenden el juego del monopolio de la sabiduría, se lanzan decididamente a la conquista de la felicidad, al triunfo construido con actitud ganadora, al entusiasmo de los emprendedores, sin mayores preocupaciones por las innecesarias pestes de un futuro compartido.
Siendo así, la conquista de la felicidad consiste en caminar plácidamente por las sendas de la ignorancia. El refugio interior, el aislamiento solipsista, la vida anónima, la eliminación del riesgo y la aventura desconocida son productos vendidos con éxito por los publicistas del momento. El monje en su ferrari sube rápidamente la cuesta del éxito para contemplar, en solitario y a lo lejos, las ciudades repletas de sin sentido, llenas de prisioneros convencidos de lo innecesario que resulta desgastarse en cavilaciones y concienzudas lecturas radicales que no cambian mayor cosa con su romanticismo, según profetizan.
3. No aguanta "voletearse" así.
De tanto en tanto, cuando sobrevienen cantos de batalla, los expertos financistas y los publicistas aliados se avalanchan a convocar el protagonismo de los indiferentes; estas extrañas creaciones que, avidamente, abren sus fauces para ser alimentados por la mano dadivosa de la prensa y la televisión al servicio de la precariedad cerebral y la erosión del pensamiento. Culos, balones y sonrisas se convierten en la fuente noticiosa apetecida por estas crías a las que incluso se les ha enseñado a salir a la calle a decir no más con odio y con fiereza, sin importar que tanta convicción expresen, más allá de sus recién estrenadas camisetas.
Los indiferentes, una vez se han mostrado; animados por tal esfuerzo retornan a sus vidas anónimas, a la levedad de su pequeño nirvana, construido porfiadamente a fuerza de no pensar, no decir, no gritar y no soñar; porque para ellos la vida no es sueño sino letargo, una larga marcha de adormecimiento mudo en la que no vale la pena voletearse, contradecir ni protestar si no está permitido.
4. Para qué ponerse a pelear
Los promotores de la quietud y la indiferencia se han vuelto especialmente eficientes en promover la no violencia. Avisados como están de que en esa ruta coinciden muchos y muchas, aunque difieren en sus expectativas, se han especializado en una lectura unidimensional del pacifismo y la vida cosmopolita para la que toda forma de protesta y de alzamiento contra el sistema que administran y del que se benefician puede denunciarse como terrorista. Por esta vía, terrorista es el que duerme en la calle y el que dispara fusiles; el que lleva alimentos en un barco hacia Palestina y el que pone una bomba en pleno centro de Nueva York; el del carro bomba y el estudiante universitario; el que escribe en contra y el que no afirma lo que ellos escriben. Terroristas hay en todos lados; así aun no adviertan que ya han sido marcados.
A escala planetaria y en el pequeño poblado, el discurso contra el terrorismo se ha convertido en la mejor estrategia de contención de las disidencias, para lo que toda estrategia resulta útil: chuzadas, juicios falsos, falsos testigos, chismes precautelativos, guerras preventivas, cárceles especiales, noticias espectaculares. Todo vale para persuadir a los indiferentes de que odien, denuncien y se movilicen antes de que, efectivamente, los terroristas actúen; por lo que hay que cerrar espacios y rendijas por las que hasta el más pequeño terrorista quepa, sea quien sea pues, sutilmente han logrado que la gente crea que terrorista es cualquiera: ¡su vecino o quien comparte la cama!
5. ¡Ahí están, esos son los que joden la nación!
Cuando no les creen; cuando sospechosamente los indiferentes se muestran alertas frente a ciertos discursos mal publicitados; como gato en el vacío encuentran la manera perfecta de retorcerse y pisar airosos el suelo de la victoria: ¡la culpa es de la vaca! Son los otros los que han generado el problema: Que no hay empleo: culpa de la guerrilla; que no hay salud: culpa de los sindicatos; que no hay educación: culpa de los maestros; que la universidad cerró: culpa de los estudiantes; que aun hay guerrilla: culpa de los que no denuncian... Así, la nuestra se ha vuelto una sociedad de la culpa en la que la retórica oficial resulta siendo la voz de heroicos altruistas que se sacrifican y esmeran porque las cosas no sean como siempre han sido.
En ese orden, las oligarquías resultan fortalecidas; cantando incluso en su nombre y en favor de sus chequeras y sus acciones las viejas consignas y canciones que en otro tiempo se oían en boca de sus enemigos: Ahora el Ché es un luchador envidiable y un excelente vendedor de camisetas, Camilo un bien intencionado cura engañado, y los mamertos setentudos: ¡Que nostalgia! ¡Yo también tiré piedra!, pero esas eran otras épocas que, afortunadamente Fidel ya se dio cuenta, ya pasaron; dicen.
Seguro hay muchos otras proclamas en su credo, cuyo hastió me atormenta. Pese a su eficacia, el mundo de los financistas y los publicistas; ese que les compra la placidez de la gente indiferente y domesticada, resulta insoportable incluso para ellos. En las infatigables cumbres mundiales que promueven empiezan a notarse las tensiones y fisuras de su bien armado rompecabezas. La insostenibilidad del presente les asusta, no solo por el peligro de que se vuelva poco rentable sino además por las incesantes alertas de que, aun en estas circunstancias, siguen sumándose las voces y las acciones de aquellas y aquellos a los que no les basta decir empaque y vámonos; constructores de alternativas, soñadores de mundos posibles y otros: artesanos del porvenir.
En todo caso, me levanto convencido de que, si unos domestican serpientes que esparcen un veneno soporífero por doquier, otros hay que fabrican antídotos contra el insomnio, la quietud y la pasividad que aletargan y no dejan sentir la codicia, la insolidaridad y la soberbia de los domesticadores.
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