La sociedad occidental se encuentra en un enorme dilema: o reconoce que no tiene idea de cómo enfrentar la educación de sus nuevas generaciones o advierte que dar un paso atrás para encontrar el rumbo podría ser sensato.
Resulta claro que quedaron atrás los tiempos en que la letra con sangre entraba; cuando los castigos físicos, la demonización de la infancia y la arbitrariedad del mundo adulto se imponían sin más a las y los niños y jóvenes, prisioneros por lo mismo de la razón sin razón. Sin embargo, de manera abrupta la sociedad aceptó que las razones podían justificar el comportamiento errático de las y los niños y adolescentes quienes, sorpresivamente, terminaron por imponer en poco tiempo la "dictadura de los inimputables" como la denomina el periodista Saúl Hernández.
Hoy estamos frente a las evidencias de que, adultos, niños y adolescentes vagamos y dormitamos en el sin sentido en la casa, en la escuela, en la ciudad, en el país y en occidente; como un profeta que no encuentra su voz en medio del desierto. Resulta fundamental, entonces, hallar un rumbo que conmine a la sociedad occidental a trasladar decisiones al campo de la acción pública, preñado hoy por la vacilación, la indecisión y la impericia.
Nada más imperioso que quienes podemos, nos volquemos a pensar y concretar alternativas ciertas que encaminen nuestro tiempo. Las alertas son inminentes para quienes vivimos en aldeas, pueblos y ciudades en las que los niños y las niñas mueren, son amenazados, pueden morir o matan, se embarazan sin pensarlo ni creerlo, son adormecidos por los cantos de las mil drogas disponibles, dejan de aprender sin que haya quien pueda enseñarles, se integran a ejércitos de mercenarios o, simplemente, padecen atónitos el desbarajuste que les tocó por suerte; en el que no encuentran y, a veces, ni siquiera buscan, una oportunidad para intentar despertar.
De manera singular, quienes en la escuela estamos en la aventura de construir sentidos en medio del sin sentido, deberíamos promover iniciativas que entusiasmen a nuestros niños, niñas y jóvenes a leer su tiempo de manera diferente; a contracorriente del desgano con el que las y los adultos hemos imaginado y constreñido su mundo y sus posibilidades. Deberíamos haber generado ya los dispositivos que les permitan a nuestros niños, niñas y jóvenes bloquear la capacidad de inacción; la incapacidad de transformar el mundo adulto que les estamos legando. ¿Legando?
Por ello no creo que el asunto sea simplemente endurecer las penas o criminalizar la infancia como alternativa para enfrentar la dictadura de los ininputables. Si bien pueda resultar necesaria una relectura de las construcciones jurídicas para el tratamiento de la violencia delincuencial perpetrada por menores de edad, ello sólo constituye uno de los diversos frentes en los que nuestra sociedad requiere una cirugía de alta precisión y alto costo.
Sumado a ello, considero que se debe incrementar la exigencia a quienes como padres y madres resultan responsables de la crianza y la educación de las y los menores. No podemos contentarnos con el triste espectáculo de ver a los hogares convertidos en circuitos residenciales, sin mayores normas que las gestadas en los estrados judiciales. No veo cómo podamos permanecer optimistas frente a padres y madres convertidos en proveedores de alimentos, vestido y diversiones. Si queremos una plataforma sólida para crecer en libertad, no confundamos a las y los adultos para que permanezcan pasivos ante el grito, la intransigencia, el reclamo agitado, los horarios sin límite y las prácticas sin monitoreo ni orientación que se convierten en ventanas de inseguridad y desprotección del frágil mundo infantil y adolescente. Necesitamos volver a reconocer que hay una edad en la que la adultez opera, de manera dialogante y descentrada, ante el hecho de que no estamos completos ni somos autónomos ni podemos solos con lo que el mundo occidental pone en manos de quienes, hoy; más que vivir su infancia la padecen. Si bien la adultez no representa un mundo entero, es necesario confrontar la vida infante y adolescente desde los referentes de la adultez y viceversa, sin que la vida adulta se atomice y se infantilice, perdiendo su especificidad; al tiempo que asuma con seriedad el hecho de que hemos perdido de vista no sólo qué significa ser adulto sino además cuál es el sentido de la adultez en la vida de niños, niñas y adolescentes.
No podemos contentarnos, tampoco, con la desazón que produce en la escuela la contemplación perpleja de códigos de derechos que no comportan simultáneamente sanciones y penalidades para los pactos de odio, las caricias del desamor, las voces del rencor y otras mil maneras con que los adultos toleran y, no pocas veces, promueven el comportamiento antisocial en aquellos y aquellas a las que, en la casa como en la escuela, una voz fuerte, una directriz clara y una orden no negociable podría hacer tanto bien y a tiempo, sin que se vean alterados los derechos, la dignidad, la singularidad la diversidad y el respeto por el sujeto adolescente que se cultiva; se hace a valores culturales reinterpretados en la construcción de su subjetividad, en las aulas y en los hogares.
No podemos contentarnos con el patético espectáculo de contar con instituciones públicas que, adoptando el discurso de la libertad y la subjetividad, dejan el problema de la educación, de la orientación, de la formación; perspectivas opuestas y diferentes entre sí, y de la maduración o crecimiento en la autonomía moral del sujeto adolescente en manos de una supuesta sociedad que no existe ni, existiendo, puede hacerlo porque no sabe qué ni cómo ni cuándo hacerlo. Tal como le ocurre al ambiente, necesitamos dejar de producir códigos contaminantes para transitar hacia modelos normativos libres de polución, promotores de armonía y balance entre la vida infante, adolescente yadulta.
La nuestra es una sociedad en busca de culpa y, por eso, creemos que basta penalizar con mayor dureza al infractor infantil o adolescente para que desaparezca el problema. Con un poco más de cordura, deberíamos advertir sin reato que hemos producido un mundo irresponsable, equivocado e inmaduro, en el que niños y niñas, adolescentes y adultos pervivimos en el mayor de los equívocos posibles, sin atrevernos a contener el aire, abrir los ojos y detenernos un momento, antes que sea irremediablemente insensato seguir andando.
Por ello, habría que auscultar más allá de la institucionalidad escolar para entender los asuntos intersubjetivos que vinculan a infantes, adolescentes y adultos a la realización de sus propias historias y a la articulación de nuevos referentes de relacionamiento y rumbos alternos para producir tanto la educación como el acompañamiento a la expresión de las tensiones que tal diferencia comporta.
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