“Un no como una casa, grande como una casa,
Donde un día podamos alojar nuestros sueños"
Armando Tejada Gómez
No son pocas las evidencias de que los logros de la humanidad en el siglo XX, impresionantes por su enorme desarrollo tecnológico e instrumental, palidecen en la precariedad del desarrollo humano alcanzado. Los altos índices de pobreza, vida en miseria, violencia, exportación de la guerra, tráfico y consumo de armas, persistencia de esclavitudes, negación de derechos en condición heredable; entre tantos otros males de nuestro tiempo, nos persuaden de ello y nos exigen, hoy más que nunca, reclamar un mundo posible frente a l defensa resignada del presente. De manera especial hoy, la satanización de la protesta como alternativa en la deliberación pública resulta siendo uno de los peores inventos sociales del siglo XX, por la que se hace coincidir la impotencia y la incapacidad para transformar la vida concreta de seres humanos en aldeas, ciudades y naciones con un modelo relacional y político en el que la contienda ideológica y la movilización que cuestionan tal estado de cosas resulta proscrito.
Protestar, esa actividad por la que los individuos y colectivos lanzan sus ideas en lo público puño en alto, voz en grito y pie marchando, ha venido a convertirse en un crimen contra el orden, la serenidad, la quietud, la pasividad de quienes piensan que vivimos en el mejor de los mundos posibles o, por lo menos, en el que nos tocó vivir con resignación. La lectura gelatinosa de nuestro tiempo deja entonces el sinsabor de la derrota imaginativa, de la precariedad del pensamiento, de la erosión de la creatividad de un lado y del otro, si se mira cómodamente desde un supuesto centro en el que se quiere que todos quepan, siendo que no pueden.
Para quienes la protesta es perversa, molesta e incluso criminal, resulta provechoso que se extienda la presencia policial y el control institucional hasta el último recodo de libertad, incluidas las universidades públicas; que se privaticen los servicios públicos, que las calles sean limpiadas de “esa gente indeseable”, que el pensamiento sea único y que el mundo no exprese más tensiones que las nacidas de acostumbrarnos a vivir en él tal como es, prisioneros del encantamiento y la exultación absurda que, hay que decirlo, esconde las graves fisuras sociales, políticas y económicas de nuestras naciones.
Para quienes, por lo contrario, no terminamos por aceptar que las cosas son como son, que la controversia resulta fundamental para aventurarnos a soñar, pensar y crear nuevos mundos, distintos, alternativos, otros; la protesta se constituye en un referente simbólico y actuacional que reclama la ampliación de las fronteras de nuestro tiempo, el desvertebramiento de la quietud, el protagonismo de la acción y del actor. Desde esta orilla, pesimista, según sus críticos; proscribir la protesta atenta contra la infatigable capacidad humana para generar formas alternativas de hacer nuestro al mundo que vivimos y al que no basta, simplemente, padecerlo.
Tal como un pensador latinoamericano, José Carlos Mariategui, escribiese hace algunas décadas, “los que no nos contentamos con la mediocridad, los que menos aún nos conformamos con la injusticia, somos frecuentemente designados como pesimistas. Pero, en verdad, el pesimismo domina mucho menos nuestro espíritu que el optimismo. No creemos que el mundo deba ser fatal y eternamente como es. Creemos que puede y debe ser mejor. El optimismo que rechazamos es el fácil y perezoso optimismo de los que piensan que vivimos en el mejor de los mundos posibles”.
Nuestro mundo puede y debe ser mejor. Por ello no resulta creíble que se pueda proscribir la movilización de quienes, en espacios privilegiados para ello como la universidad, se visibilizan y movilizan arriesgando incluso su vida para decir lo distinto, para proponer nuevos modelos de negociación y participación, en los que quepa el disenso y la alternativa. Expresiones arrogantes y autoritarias como la del Gobernador de Antioquia o manifestaciones hostiles como la intrusión del ESMAD para “contener” una manifestación desarmada y pacífica de las y los estudiantes de la Universidad de Antioquia dentro de dicho claustro, se convierten en atentados inciertos contra la palabra y el poder combativo del discurso.
Para quienes afirmamos y enseñamos que la democracia no es un espantapájaros al servicio de los bribones, resulta de suma importancia reconocer que su construcción y su fortalecimiento nacen de un ejercicio radical por dejar de lado las armas, las del Estado y las de los ciudadanos; para concentrar los esfuerzos en el debate; aun en condiciones de denuncia, rebeldía y beligerancia. Para quienes confunden el poder con las funciones de control y represión en manos del Estado y los gobernantes, resulta imposible entender otras razones que las del encantamiento y la domesticación. Por ello se pontifica y se maldice a quienes, sin poder según se cree, acuden a la protesta ciudadana como el instrumento para gestar condiciones de interlocución creíbles.
Negar entonces que la democracia consista en disciplinar a los ciudadanos y en desatar la furia del gobernante, resulta necesario; mucho más cuando las autoridades oficiales aspiran a desinstalar la protesta como un instrumento ciudadano válido. Desconocer que en los espacios públicos como el universitario se puede protestar y que ello es sano para la democracia, es aspirar a un mundo único y homogeneizado, en el que lo diverso fácilmente se califica como terrorista; sobrada razón para pensar que, definitivamente, falta un adiós rotundo al domesticado siglo XX.
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