viernes, 5 de febrero de 2016

IMAGOLOQUÍA: ¿Qué lugar ocupa la imagen en la producción del discurso político?


El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega. No todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja.
Italo Calvino[1]


La iconografía puede ser entendida como la construcción de una narrativa simbólica y alegórica expresada en imágenes, en la medida en que tal construcción “nos permite conocer el contenido de una figuración en virtud de sus caracteres específicos y su relación con determinadas fuentes[2]. Un poco más cerca, una técnica social recién inventada, la imagología, ha sido concebida como un saber en torno a la creación, desarrollo y sostenimiento de la imagen pública[3], cuyo estudio consiste en “el conjunto de estrategias destinadas a analizar las impresiones generadas por un determinado sujeto hacia su colectividad, partiendo no sólo de su apariencia física, sino de sus estrategias de comunicación verbal y no verbal, de modo que de estos tres elementos, inmersos en un proceso de diseño integral, obtengamos una imagen coherente entre su decir, su hacer y su parecer en un escenario social concordante[4].

Quisiera proponer, vinculando estos dos conceptos, una mirada crítica a las nociones de iconografía e imagología que nos permita advertir la importancia de la imagen en la producción del discurso y su inmediata remisión a las formas de posicionamiento del poder y la estructuración de la dominación, a lo cual denominaré imagoloquía; cuyo punto de partida insitirá en que la imagen se convierte en un documento que permite leer, tanto o más que los escritos y los discursos que reproducen la mentalidad de dominación y señorío socialmente instalada; articulada a la propaganda, a la implantación de imaginarios y a la distribución ideológica en la construcción artificiosa de occidente.

Milán Kundera, prisionero en el argumento de que todas las ideologías fueron derrotadas y, por lo tanto, no queda sino la imagen, se arriesga a afirmar que “la imagología ha conquistado en las últimas décadas una victoria histórica sobre la ideología[5]; en manos de “las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las estrellas del show bussines, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen todas las ramas de la imagología[6]. Para el escritor checo, “los imagólogos crean sistemas de ideales y anitiídeales, sistemas que tienen corta duración y cada uno es reemplazado por otro sistema, pero que influyen nuestro comportamiento, nuestras opiniones políticas y preferencias estéticas(…) tan poderosamente como en otros tiempos eran capaces de dominarnos los sistemas de los ideólogos”[7].



La imagen, más allá de tal decantación desideologizada, se convierte en un dispositivo, un instrumento reproductor de la fidelidad, para nada consistente con el olvido o el descuido como Kundera afirma de las agencias propagandísticas de los partidos comunistas, sino enteramente vinculadas a la construcción de filigrana del discurso y la ideología. La construcción icónica reclama “una atención extremadamente precisa y meticulosa”, patente “en la definición minuciosa de los detalles, en la selección de los objetos, de la iluminación de la atmósfera”; en manos de quien “sabe captar la sensación más sutil con ojos, oídos, manos rápidos y seguros[8]

Así, la imagen es la recreación pictórica de las ideas; tan instrumentalizable como estas, sucumbe ante la objetivización en la que lo visto y lo dicho se trenzan con lo real, tal como en aquella ciudad onírica descrita por Calvino, que se refleja meticulosamente en su propio espejo.

Felpe Guamán Poma, por ejemplo, lo advierte muy temprano en sus crónicas acompañadas de cuando vincula la iconografía del sermón con la ideología expresada en las palabras de los predicadores, transformando críticamente la mirada oprobiosa en denuncia y contestación frente al poder ejercido por los curas “muy coléricos y señores asboslutos y soberbios, que tienen muy mucha gravedad, que con el miedo se huyen los dichos indios[9].

El ícono acompaña y afianza una narrativa que adquiere trazos retóricos, en las que la jerarquización, el carácter dogmático, la posición de los unos y de los otros y las convenciones sociales resultan evidentes y manifiestas; pese a que la imagen misma pueda ser reinterpretada y transideologizada o alrevesado a propósitos distintos del que describe, en la medida en que tal documento puede ser, como cualquiera otro, contestado y cuestionado[10].

Al construir una identidad visual, el ícono traza las evidencias de su incidencia en la gestación consciente de lo colectivo y la reproducción inconsciente y mitificada en torno a lo dado como tradicional asociado, a nuestro propósito, a las estampas de lo precolombino, las concepciones europeas de lo africano, las formas estéticas de la colonialidad y la repetición ahistórica de los usos sociales hasta bien entrada la república; que evidencian una lectura icónica de continuo, nutricia de los discursos y mitos fundacionales, del sistema colonial de castas y dignidades,; presente en la construcción de la identidad ciudadana homogénea y en la perpetuación de las mistificaciones racializadas en los países de América Latina.

Tal carácter privilegiado de la imagen junto al discurso evidencia cómo históricamente “en disciplinas tan particulares como la criminología, la imagen, en su momento, fue considerada como un elemento indispensable hasta para determinar el grado de responsabilidad penal de un sospechoso. Tal y como suponía Cesare Lombroso en el siglo XIX, al afirmar que una persona visualmente agradable y atractiva a los cánones de belleza de su época era inocente sin lugar a duda, o bien, que el culpable necesariamente debía ajustarse a una serie de elementos físicos que terminaban por establecer estereotipos, mismos que en no pocas ocasiones condujeron al cadalso a individuos inocentes, tan sólo por aparecer como culpables a los ojos del juzgador[11]. Más aun, contra Kundera, si se considera el impacto que han ganado hoy la publicidad, las artes gráficas, la mercadotecnia y el marketing político, la producción de la imagen surte significativas variantes de la ideología, antes que favorece su desmonte; de modo tal que su presencia contribuye a leer las dinámicas en las que se escenifican las narrativas del poder y la dominación.

La imagen no sólo refleja poder sino que sitúa a los individuos en un lugar en el que las relaciones de poder importan, significan y se escenifican. No solo en el uso cotidiano del retrato, el grabado, la escultura, los medallones, relicarios e ilustraciones hechas u ordenadas por  las elites; la imagen, icónica y prefigurativa, traduce las ideas de sus cultores, curadores y promotores al lenguaje cotidiano, situando tanto como desplazando imaginarios y comprensiones que contribuyen a proponer una mirada pública de sí mismo y de los otros en relación con la simbología de la victoria, el poderío y la bienaventuranza, frente a la de la subordinación, la domesticación y la malignidad.

La conjunción entre la palabra, el ícono y el poder construye una simbología del orden que se naturaliza, jerarquizando la representación de los seres humanos, sus comprensiones y sus adornos o símbolos de distinción. El nivel de control imaginativo que las imágenes ganan a favor de quienes las popularizan resulta así significativo para hablar incluso del poder y la influencia características de una hegemonía icónica, capaz de soportar y sostener una dominación visual clasificatoria, idealizada y estereotipada. Este efecto político de la imagoloquía privilegia además la reinterpretación y vinculación de la noción de mayorías al homogeneizar al grueso de la población por sobre aquellas y aquellos adscritos a culturas, identidades y tradiciones étnicas, articulando un nosotros artificioso que subsume, mistifica y desafora la diferencia. Así, el otro, el diferente, frecuentemente resulta situado del lado de la barbarie, el salvajismo, la pobreza, la delincuencia, la minusvaloración, los oficios y las asignaciones folclóricas, manuales e iletradas; privilegiando espacios, labores, tradiciones, rasgos físicos, idiomas, formas idiosincráticas e incluso manera de ser, contrarias, opuestas o diferenciadoras de aquellas que se radicalizan y se rechazan abiertamente[12].

Tal construcción discursiva e iconográfica aparece enraizada en la ortodoxia republicana nacionalista, plagada de lugares comunes y regionalismos; que dibuja, ensambla y nombra aquello que se ilustra sin diferencias ni distinciones, pero con una alta carga discriminatoria y sectaria[13]. Un buen ejemplo de ello, para el caso colombiano, podríamos hallarlo en la  imagoloquía del “paisa emprendedor y avispado” que se lleva la victoria frente al “indio patirrajao, animal de monte” o el “negro perezoso, bueno para cargar y obedecer”, cuya recreación icónica ya ha sido significativamente revisada por otros autores[14].

En la construcción de las imágenes de lo africano, lo amerindio, lo europeo y lo mestizo en los textos escolares, en buena parte de la literatura hecha sin mayores cuestionamientos al costumbrismo icónico, en los discursos oficiales antes de que fuera políticamente incorrecto lo contrario, en las prácticas y dictados de protocolo empresarial, se imprimen contenidos e iconografía que reflejan las condicionantes de poder instaladas en una construcción arquetípica y dominante de ideas y estereotipos manidos respecto de tal caracterización[15], en la que lo europeo ocupa el lugar heroico, exultante y victorioso frente a la subyugación africana, inveteradamente asociada a la esclavitud; y el arrumbamiento indígena, condenado al museo de la historia, articulando un pasado estético construido como artificio ideológico.

Prácticas, textos e imágenes convertidos en un nuevo catecismo nugatorio de la diversidad bajo la exaltación pública de lo recurrentemente victorioso, en la que la posición del otro, especialmente del afrodescendiente, no deja lugar a dudas para evidenciar la radicalización de la dominación: Tenemos que poner al negro en su puesto. El negro está bueno para las afueras, para los trabajos rudos en el monte. En ninguna oficina debe estar porque desentona[16], se lee en una novela de denuncia identitaria afroecuatoriana; mientras se confirma tal imagoloquía en la construcción de imágenes cotidianas e ilustraciones que refuerzan los estereotipos en los que afrodescendientes e indígenas comparten el lugar estético y político del oprimido.


[1] Italo CALVINO. Las ciudades invisibles, Minotauro, 1991, p. 66
[2] Rafael GARCÍA MAHÍQUES. Iconografía e iconología. Encuentro, 2008, p. 21
[3] Víctor GORDOA GIL. Imagología, Grijalbo, 2003
[4] Juana Lilia DELGADO VALDEZ.”Imagología. Cómo se construye la imagen pública”. Gaceta Universidad Simón Bolivar, Nº 12, Mayo, 2010, p. 4 .
[5] Milan KUNDERA. La inmortalidad. RBA editores, 1992, p. 137
[6] Ibid., p. 136
[7] Ibid., p. 139
[8] Italo CALVINO. Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela, 1989, p. 75-76
[9] Felipe Guamán Poma de Ayala. Nueva crónica y buen gobierno. Fundación Biblioteca Ayacucho, Vol. 2, 1980, p. 10 (Las ilustraciones utilizadas en este escrito fueron reeditadas de la versión electrónica de este libro).
[10] Al respecto la lectura icónica de Guamán Poma puede entenderse como la evidencia del mundo al revés propuesta, tal como propone Rolena ADORNO. “Íconos de persuasión: la predicación y la política en el Perú colonial”. Revista Lexis, Lima, 1987, Vo. 11 Nº 2, pp. 109-135, reproducido en Bernadette BUCHER y otros (comp). La Iconografía política del Nuevo Mundo. Editorial Universidad de Puerto Rico, 1990
[11] Juana Lilia DELGADO. Op. Cit., p. 4-5
[12] Para el análisis de la ilustración de los afrodescendientes en Colombia, véase el trabajo de investigación de María Isabel MENA GARCÍA. Las ilustraciones afrocolombianas en los textos escolares de ciencias sociales. Tesis de Maestría, Universidad Distrital, 2006. De igual manera, Gloria ALMEIDA PARRA y Tulio RAMÍREZ. “El afrocolombiano en los textos escolares colombianos. Análisis de ilustraciones en trestextos de ciencias sociales de básica primaria”. Anuario de Historia Regional y Fronteras, Volumen 15, Octubre, 2010, pp. 225 - 244
[13] Esta idea, aplicada a la suplantación del mundo académico europeo al local americano, pertenece a Mauricio NIETO OLARTE. Remedios para el imperio. Historia natural y la apropiación del Nuevo Mundo. Ediciones Uniandes, 2006, Cap. 2, especialmente, p. 86
[14] Véase Peter WADE. Gente negra, nación mestiza. Dinámicas de las identidades raciales en Colombia. Uniandes, 1997. De igual manera, la lectura de la Palenquera en Elizabeth CUNIN. identidades a flor de piel. Lo "negro" entre apariencias y pertenencias: categorías raciales y mestizaje en Cartagena. ICAH, 2003. De manera costumbrista, puede revisarse el asunto en Alberto ANGULO.  Moros en la costa: Vivencia afrocolombiana en la cultura colectiva. Docentes editores, 1999
[15] Al respecto remito al excelente ejercicio investigativo del cual se da cuenta en María Isabel MENA GARCÍA. “La ilustración de las personas afrocolombianas en los textos escolares para enseñar historia”. Historia Caribe, Nº 15,  2009, pp. 105 - 122
[16] Nelson ESTUPIÑAN BASS. El último río. Libresa, 1992, p. 174

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Es pertinente el artículo, el presente año es electoral. Bastaría recordar el asesor del actual Presidente, si ese que estás pensando, el venezolano, para valorar el poder de la imagen. Pero lo grave del asunto es el asentimiento a esa iconografía, por parte de los Afrocolombianos, ¿Donde está la criticidad?
En esta dirección pueden bajar el trabajo de Isabel Mena García http://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=2575171

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