lunes, 10 de agosto de 2009

¿Qué me asegura que mis estudiantes aprenden?


¡Vaya pregunta!


¿Qué puede asegurarme que, efectivamente, mis estudiantes aprenden? Más complejo aun intentar una respuesta si nos preguntamos ¿Con qué método puedo cerciorarme del nivel de aprendizaje de mis estudiantes? y peor aun si creemos responder por las técnicas instruccionales computarizadas que nos llevan a la pregunta por si ¿Entre más tecnología utilice tendré mayor certeza de que mis estudiantes aprenden?

De las tres preguntas anteriores no puedo, con honestidad, responder de manera confiable ninguna. De hecho, creo que alguien difícilmente pueda. ¿Por qué? Intentaré aquí algunas anotaciones respecto de ésta cuarta pregunta, obviando de paso responder directamente las tres primeras, aunque de soslayo se vislumbran algunas apostillas.

1. Porque el aprendizaje no se puede medir

Es falso, creo yo, que podamos fiarnos de un procedimiento expedito que nos permita saber, con total grado de certeza, el nivel de aprendizaje de un estudiante. A lo sumo podremos valorar las evidencias que el proceso subjetivo del conocimiento arroja.

De hecho, cuando evaluamos podremos dar cuenta de los diferentes ámbitos en los cuales un aprendíz o estudiante adelanta el desarrollo de sus competencias; pero esto no nos dice a ciencia cierta de todos los ámbitos en los cuales una actividad de aprendizaje ha movido la gestación de nuevos hábitos, patrones, conductas, maneras de pensar, sentires, convicciones, etc.; presentes en un proceso de aprendizaje, siempre integral.

Ha de ser por esto que resulta mucho más fácil concentrarse en las evidencias directas u observables en el ejercicio escolar de aprendizaje y no tanto en la contrastación de dichas evidencias en prácticas concretas, en las cuales las actuaciones individuales o grupales pueden incluso desdecir o contradecir de lo aprendido y evidenciar los límites del proceso de enseñanza. Piénsese por ejemplo en los acalorados hinchas de un equipo de fútbol, las más de las veces estudiantes o egresados de procesos escolares; que agreden a sus rivales, en quienes no aceptan la idea de oposición o de tolerancia.

2. Por que la enseñanza no consiste en dictar ni calcular

Quien haya frecuentado como docente o estudiante un aula de clase lo sabe. Un maestro puede enseñar todo lo que quiera enseñar, de la forma que lo quiera enseñar y con el modelo que lo quiera enseñar mas no por ello sus estudiantes aprenderán todo lo que deberían aprender, en la forma en que lo deben aprender y de la manera en que lo deberían saber.

La enseñanza no consiste en ejercer la docencia, ya lo hemos dicho; sino en descubrir el mejor modo de hacer que los estudiantes se apropien de los procesos escolares con los cuales, se espera, se hagan un mundo para sí respecto del conocimiento y los saberes. Enseñar entonces es una actividad reflexiva, previa al ejercicio docente, simultánea con la actuación docente y posterior a las actuaciones docentes.

Ésta actividad poco tiene que ver con dictar textos, llenar cuadernos, y calificar tareas; actividades tan tradicionales, mecánicas, irreflexivas, cuyo nivel de reflexión es igual o inferior a ir a la cama, levantarse en la mañana y dejar que el agua recorra nuestro cuerpo todos los días.

3. Porque la escuela no es una madriguera de brujos

Contrario a una actividad esotérica, la labor de los maestros en la escuela consiste en parir, hacer visible lo que permanecía oculto, convertir lo desconocido en conocimiento.

La enorme posibilidad de la escuela consiste en ser el único escenario humano en el que se hace posible, esperable y deseable el cambio, la transformación de las costumbres, de los hábitos, de las pasiones, de los saberes, de las motivaciones.

La escuela porta una promesa irrenunciable de testar lo humano a los humanos; acercando generaciones, mutando concepciones culturales y contraculturales, fomentando tradiciones deseables, restituyendo la alteridad negada, generando escenarios de debate y opinión, dudando de lo cierto tanto como de lo incierto, ampliando las fronteras de nuestra propia comprensión.

¿Por qué, entonces, no es posible fiarse de la respuesta respecto a qué aprenden o deben aprender los estudiantes? Tal vez porque la escuela es una posibilidad en permanente contradicción: Se hace nueva con materiales viejos y envejece lo nuevo.

¿Habría entonces que cambiar la escuela y no a sus maestros o a sus estudiantes?

Cuando observo situaciones en las que nuestros estudiantes no aprenden ni los maestros enseñan, me invade la tentación de afirmar que habríamos de cambiarlo todo y empezar de nuevo. Tal vez así podamos fiarnos, desde el principio, de hallar una fórmula o una estrategia para asegurar el aprendizaje de los aprendices.




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