Un acercamiento al salario de los maestros en la historia, desde
Mileto hasta el moderno siglo XX, pasando por la baja edad media y la
constitución formal de las escuelas, nos hace ver que esta extensión de la
maternidad al aula escolar y la intercalación de los oficios (no las ciencias) en
la actividad magisterial, opera como un factor clave para sostener la
representación de la escuela como un escenario adaptativo que inicia, prepara o
complementa otros procesos formativos secundarios(Marrou 2004; Rodríguez 2005), cuyo desarrollo final se cuece en la
vida laboral productiva, en la temporalidad de la vida del trabajador (Dussel 1990, 149) .
Así, contrario a los escenarios mercantiles en los que la
tecnología, que no produce valor pero sí ahorra trabajo humano (Dussel 1990, 157),
ha impuesto nuevos estándares para la cualificación de la mano productiva (Parkin, Muñoz y
Esquivel 2007, 213) ;
la escuela presenta una alta dependencia de una fuerza de trabajo humana imposible
de ser reemplazada por máquinas o computadores, por muy creciente y notorio que
resulte su incorporación como instrumentos técnicos al servicio de la docencia
y del aprendizaje. Por ello, perturba de manera generalizada - excepto a los
ministros de la hacienda pública -, que los maestros ganen poco, sujetos al
cálculo racional de su costo frente a la necesaria proporción de su número (Benavidez 2004, 16) . Sin embargo, aparte
de una cómoda muletilla, este asunto no parece importunar a los decisores políticos
incluso cuando proponen emular los sistemas educativos de más altos logros que,
para alcanzarlo, superaron desde el inicio las tensiones básicas asociadas al
reconocimiento salarial real y a los criterios profesionales de ingreso a la
carrera docente; bien conscientes como están de que los maestros no venden ni
fabrican ni producen bienes materiales, pese a que sin su trabajo no hay
elevación del PIB en ninguna nación (Sevilla 2004) .
El maestro es, en términos de la economía del capital, un instrumento
de trabajo que no produce bienes materiales, sino simbólicos; es decir,
aquellos que no incrementan las cuentas ni sirven para rentabilizar. Por eso miden
su trabajo en términos de costos y no de beneficios pues de suyo no contribuyen
a elevar la tasa de ganancia de los capitalistas. Bajo este pensamiento, desde
Mileto hasta hoy, a los maestros se les paga poco, porque sonreír y acariciar no
cuesta.
De hecho, Adam Smith, orientando
su teoría del valor sobre la base del coste de producción, insiste en el mismo
argumento: pagar poco a los maestros; es más, pagar nada y hacerles
dependientes de la renta causada por el oficio mismo. ¡Que los maestros se ganen su pan!
Si la renta de los
maestros consiste en gran parte en lo que sus discípulos acostumbran pagarles:
el profesor se ve en mayor o menor necesidad de aplicarse, respecto a que su
bienestar depende de su reputación, y de la estimación, inclinación y cariño de sus discípulos, los cuales no pueden tenerle estimación sino haciéndose él acreedor por el exacto cumplimiento de sus obligaciones. En otras universidades la dotación que tiene prohíbe al maestro que reciba cosa alguna de sus
discípulos, y la señalada compone toda la renta de su plaza. Entonces su interés se opone diametralmente a su obligación; porque tomando la palabra interés en el sentido vulgar, todo hombre lo tiene en incomodarse lo menos que
pueda, estando seguro de sacar el mismo partido desempeñando o no un encargo de
mucha incomodidad y trabajo; su interés es abandonarlo enteramente, o si tiene un superior que no se lo permita , cumplir a lo menos con
indiferencia y abandono; y si es por casualidad activo y amante del trabajo,
por su propio interés aplicará
esta actividad á cosas que le proporcionen más ventajas que las que le da el cumplimiento de su obligación. (Condorcet 1792, 251)
Hoy, a regañadientes, el estado emplea y paga a los maestros
del sector público pese a que sostiene y fomenta la actividad lucrativa privada
en el ámbito educativo, sin que termine por reconocer esta labor como una actividad
profesional. De ahí que hacer a los maestros ganapanes; esto es, que su salario
final sea incluso inferior al salario de ingreso de una auxiliar administrativa
en ciertas empresas públicas, se corresponde con tal lectura residual de quien,
heredero de un oficio artístico, no ejercita una profesión que demande mayores exigencias
académicas, epistémicas o científicas. De hecho, bajo teorías débiles de la
selección que defienden el argumento de que el nivel educativo poco o nada
incide en la productividad (Fermoso y Fermoso 1997, 149-150) , tal situación no es
anodina sino que expresa la valoración social y empresarial asignada a la labor
que se realiza. Dicho de otro modo, un país que paga más a las secretarias que
a los maestros lo hace porque considera que aquellas son técnicamente más
productivas que estos, independientemente de sus responsabilidades sociales y
políticas.
Finalizado un nuevo paro magisterial en Colombia para
solicitar lo básico y recibirlo, precariamente de nuevo, muchos otros temas
quedan sin que hayan sido discutidos ampliamente. No sólo los relacionados con
la urgencia de su profesionalización y retribución salarial, aún pendientes;
sino los de la cantidad de estudiantes por aula de clase, el número de horas
efectivas en las que deben realizar su oficio, las asignaciones complementarias
que les sobreabundan, a fuerza de no contar con personal asistencial,
supernumerario y de apoyo en las aulas y en las instituciones educativas, la
tacañería en la distribución de su jornada laboral, entre otros. Queda
igualmente en el tapete la discusión por el contenido funcional de la educación
pública, el cual no puede reducirse a mantener a niños y jóvenes en las aulas,
asignarles tareas y expedir en consecuencia certificados y títulos. ¿Sirve de
algo seguir proveyendo a la sociedad un número significativo de promovidos y graduados
cuyo único bien portable sea un cartón que les acredita como bachilleres? ¿Acaso
el papel de la escuela pública ha de ser el de cuidadores de niños o sustentar la
moratoria juvenil prelaboral?
Del mismo resorte, la calidad de las infraestructuras y las
condiciones materiales en las que se realiza el trabajo docente no sólo
representan una patética evidencia del desinterés por contar con mejores
sistemas educativos en América del Sur y en Colombia sino además reflejan la
manifiesta indolencia de las sociedades nacionales por equiparar las
condiciones de bienestar entre quienes asisten a escuelas públicas y privadas.
De hecho, la negativa a ampliar a tres los años de educación preescolar en el
sistema público educativo constituye un claro efecto de la institucionalización
de la desigualdad a la que la escuela pública se ve sometida, producto de la
actuación ventajosa de decisores políticos provenientes de la escuela privada,
quienes, sin reato alguno, someten a las instituciones educativas públicas a la
fragmentación presupuestal y la atención de prioridades a cuenta gotas bajo el
pretexto extensamente socorrido de la inexistencia de recursos. Resulta curioso
observar las continuas confrontaciones por el equilibrio presupuestal de las
instituciones en el sistema educativo público, de modo que. mientras se eleva
el presupuesto público para educación, se contrata con universidades privadas
el funcionamiento de costosos programas, se entrega al interés particular un
significativo número de instituciones públicas concesionadas para la cobertura
educativa básica y media y se masifica hasta una medida antitécnica e
indecorosa el número de estudiantes en las aulas públicas.
En igual sentido, para profesionalizar la docencia es preciso
romper con la idea manida de que a la educación se dedican personas de baja condición
social, precariamente formados y aspirantes eventuales a programas
magisteriales. Aunque la mayoría de los maestros provengamos de modestas
familias y entornos socioeconómicos pauperizados
(Navarro 2002; Carnoy 2006), nada justifica que se perpetúen estándares de admisión a los
programas universitarios para maestros tan bajos que parezcan seductores para
quienes menos se han esmerado en su formación básica y media; pues tal ecuación
reproduce y contribuye a afianzar un imaginario social precarizado y perverso según
el cual a la docencia se dedican personas cuyo nivel de incompetencia se da por
descontado.
Tampoco puede ser que, bajo una nueva racionalidad en la que
todos ponen y se empeñan en hacer lo que les corresponde, a los maestros se les
incremente sustancialmente su ingreso sin que estos garanticen la calidad de su
trabajo. Los maestros tienen, evidentemente, el deber de saber y no puede sostenerse
que constituya un privilegio la potestad de enseñar. Si la docencia es una
actividad experta, asegurar para todos los escolares el éxito en sus
aprendizajes y la firmeza de los resultados esperables debe ser una consigna para
el magisterio de los nuevos tiempos. Con ello, desnaturalizar las rutinas
educativas, innovar conscientemente en sus metodologías, reeditar experiencias probadamente
exitosas en contextos similares, observar a sus mejores pares, aprender de
quienes proveen a la escuela experiencias seductoras emocional y
académicamente, investigar el aula para dotarla de sentido, entre otras,
constituyen acciones de mejoramiento necesarias y urgentes para que el
magisterio asuma el carácter provocativo de su profesión; mucho más allá de entenderla
como una tarea de apostolado o vocacional.
Más aún; no puede
sostenerse un modelo de calidad educativa sobre la base de una racionalidad
económica en la que el gobierno desee cosechar lo que nunca ha sembrado. Hasta
hoy han sido los maestros quienes por su propio mérito y en desgaste de su menguado
peculio han sufragado los costos de hacerse licenciado, especialista, magister
o doctor para ascender en los escalafones
vigentes, sin que reciban por ello una significativa retribución o
reconocimiento. De hecho, someter a los nuevos docentes al escarnio de ser
evaluados con posterioridad a la obtención de un título de maestría o doctorado
no solo resulta excesivo sino denigratorio de los títulos a los que logran
acceder, asunto que debería haber concitado, por lo menos, la solidaridad de
sus maestros universitarios y la indignada protesta de las facultades e
instituciones titulantes. Si, al tiempo que se exige calidad y mejoramiento se
constriñe su salario, entonces se debe garantizar que los maestros puedan acceder
a fuentes de financiación estatal o privada de estudios de profundización y
posgraduados, de modo que por esta vía se logre una retribución eficaz que aporte
sustancialmente a los propósitos de elevación de la calidad educativa. Esto
tiene que convertirse en una apuesta nacional por un sistema público educativo consistente
y no antojadizo ni sujeto al capricho de un ministerio o un gobierno específico.
De ahí que las Facultades de Educación deban preocuparse no
sólo por la calidad de sus programas de formación magisterial para licenciados
y otros profesionales; sino además por los sistemas de aseguramiento de la
calidad en sus egresados; tarea que igualmente debería ocupar al Ministerio de
Educación, en cuanto de ello depende en buena medida que se garanticen las
condiciones técnicas, académicas y epistémicas para que los profesionales de la
educación sepan lo que tienen que saber y hagan lo que tienen que hacer en los
diferentes niveles a los que se aplique su quehacer. Fomentar mejores programas
de formación docente (Eurydice 2004) , al tiempo que se
garantizan mejores condiciones para su desempeño profesional atraería a un número
significativo de aspirantes a hacerse de saberes expertos aplicables en una
labor altamente rentable para ellos y para la sociedad en la que aspiran a ser
reconocidos por su salario relativo, por la calidad de sus aprendizajes y por
el prestigio de su profesión en un mercado laboral en la que la misma resulte
competitiva (Carnoy 2006) .
Profesionalizar la docencia implica entonces superar la
recortada visión de que el salario constituye una reivindicación salarial. Un
proyecto público educativo, hoy inexistente, debe partir por entender que a los
maestros dedicados a su labor en la escuela pública hay que pagarles bien
porque su oficio constituye un asunto de seguridad nacional que requiere el
perfilamiento de un magisterio robustecido por una política educativa de alta inversión
pública, promoción de su cualificación y solvencia intelectual y garantías para
su desempeño ocupacional con pertinencia, para que el país cuente con
generaciones de nuevos ciudadanos cualificados en artes, saberes y prácticas
que abran sus expectativas y posibilidades para actuar y relacionarse
exitosamente en diferentes entornos sociales, no sólo en el de los mercados
productivos.
Lo demás son discursos vacuos.
Trabajos citados
Arboleda, José Rafael. «Nuevas
investigaciones afro-colombianas.» Revista Javeriana 37, nº 183 (1952):
197-206.
Benavidez, Martín. Informe
de progreso educativo Perú (1993-2003). PREAL, 2004.
Carnoy, Martin. Economía
de la educación. UOC, 2006.
Condorcet, Nicolas de
Caritat Marques de. Compendio de la obra inglesa intitulada Riqueza de las
naciones. Imprenta Real (Ebook), 1792.
Dussel, Enrique. El
último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana: un comentario a la
tercera y a la cuarta redacción de "El capital". Siglo XXI,
1990.
Eurydice. La
profesión docente en Europa: Perfil, tendencias y problemática. Dirección
General de Educación y Cultura de la Comisión Europea: Eurydice, 2004.
Fermoso, Paciano, y
Javier Fermoso. Manual de economía de la educación. Narcea editores,
1997.
Marrou, Henry-Irenee. Historia
de la educación en la Antigüedad. Akal, 2004.
Navarro, Juan Carlos. ¿Quiénes
son los maestros?: carreras e incentivos docentes en América Latina. Banco
Interamericano de Desarrollo, 2002.
Parkin, Michael,
Mercedes Muñoz, y Gerardo Esquivel. Macroeconomía: versión para
latinoamérica. Pearson, 2007.
Rodríguez, María José
Sánchez. «La formación de la maestra. un recorrido histórico a través de la
legislación educativa española (Siglos XIII-XIX).» Revista electrónica de
Estudios Filológicos. Número 9 de Junio de 2005.
Sevilla, Carmen Selva. El
capital humano y su contribución al crecimiento económico. monografías,
2004.