El placer de ser Rector
Arleison
Arcos Rivas
Un país debería ser medido no por la
grandiosidad de sus economías sino por la estrepitosa algarabía de sus aulas.
Junto a la minusvaloración social
por la docencia, la dirección escolar ha debido resignarse a la pobre condición
de ser vista como instrumental y al servicio de la burocracia oficial. Administrando
precariedad, bajo el peso de múltiples presiones y dependencias ridículas, los
rectores no sólo suelen afirmar que se sienten solos en su labor sino además
vilipendiados, calumniados, maltratados, agredidos e incluso injustamente zaheridos por
funcionarios que, en otro modelo y bajo consideraciones más nobles, deberían
ser sus aliados, asesores y apoyo en el control disciplinario, la inspección y
vigilancia y, especialmente, el manejo de los fondos de servicios educativos.
La tarea de las y los rectores es
ingente; incluso podría pensarse que el
conjunto de misiones que les son encomendadas resulta desmedida si se considera
que son el primer soporte responsable del funcionamiento escolar, la
orientación del pei, la prestación del servicio educativo, la garantía de la
educación como derecho, la atención prioritaria a la infancia, el
acompañamiento familiar, la satisfacción del bienestar docente y del
seguimiento a su labor, el fortalecimiento del clima escolar y laboral, la
asignación de funciones a personas que no pudieron seleccionar, la concertación
interinstitucional, el abastecimiento institucional, la ejecución presupuestal,
el reporte de un sin número de informes a un inmenso número de agencias
estatales, la implementación, vigilancia y evaluación de programas y proyectos
institucionales, municipales, departamentales y nacionales; entre muchas otras
labores que hacen gravosa su gestión, siendo objeto permanente de
requerimientos, malquerencias y juzgamientos que ponen en riesgo su salud
mental, su vida, su futuro profesional y hasta su patrimonio.
Si bien existe en el gremio quien
con sus desafueros justifique tales miramientos; con tenacidad y perseverancia
se cuentan en mayor número aquellas y aquellos que hacen país, construyen
futuros y edifican el tejido humano con
su trabajo al frente de las instituciones educativas; conscientes del
compromiso inmenso que significa orientar una propuesta pedagógica con sentido
en una nación acostumbrada a enviar a sus niños a la escuela sin dotarles de
las herramientas suficientes para que, efectivamente puedan aprender.
En el cumplimiento de sus tareas,
las y los rectores hacen evidente al Estado, concretan planes de desarrollo,
visibilizan políticas públicas y hasta armonizan la actuación gubernamental al
aportarle diseños, contenidos y didácticas a acciones educativas que permiten a
niños, jóvenes y adultos articulados alrededor de la institución escolar, conocer,
practicar y replicar lo que de otro modo sería letra muerta y frágil palabra
escrita en códigos, leyes, decretos, resoluciones y directivas.
Como si fuera poco, quienes
trabajan en escenarios turbulentos fungen como amigables componedores,
conciliadores en equidad, mediadores y gestores en la tramitación y
transformación de conflictos intersubjetivos, familiares y comunitarios;
viéndose enfrentados a grupos delincuenciales, amenazas, presiones de líderes
políticos y denuncias de todo tipo con las que su vida misma corre riesgo
cotidianamente.
Pese a ello, quijotes que sienten
el ladrar de los perros, cabalgan a diario y con afán perseverando en el
propósito de transformar el mundo clase a clase. Herederos de una estirpe de
soñadores guarnecidos con la armadura de la tenacidad, empuñan sus armas para avanzar, hacia el horizonte, antes de que el sol se
ponga.
Amantes por vocación, gestores
por profesión e idealistas por convicción, las y los rectores animan la vida
escolar llenando sus ejecutorias con las sonrisas de los esperanzados y los
abrazos de los incluidos. Sus niños y niñas son lo único que importa. Por ellas
y ellos; por su infancia y su juventud se pelea, se lucha y se combate cada
día, fortificados por la fiereza de sus poderosos enemigos.
Un país debería ser medido no por
la grandiosidad de sus economías sino por la estrepitosa algarabía de sus aulas; porque el volumen de
tal alegría es el pago que reciben sus maestros y el premio que merecen sus
rectores.